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viernes, 2 de marzo de 2012

Llueve en Sevilla


Llueve en Sevilla. Es mayo. Otra vez la sospecha sobre el cielo y detrás de mí, nada ni nadie. En Sevilla sobra la luz, mas no por ese derroche la gente es distinta.

Voy por el puente de San Telmo, hacia el Paseo de Cristina. A mi izquierda, sobre la baranda que me separa del salto al río, a lo lejos, otro puente, el más antiguo, el que fue sustituto del otro, el de barcas que unía el arrabal a la ciudad musulmana; el puente que el Almirante Bonifaz de Castilla rompió con galeras rechonchas, la única manera de rendir la ciudad al Rey cristiano. Es el puente de Triana o de Isabel II, según como queramos llamarlo.

Charcos y barro mojan y ensucian mis zapatos. No es raro. El camino es regularmente transitable y las bicicletas circulan con prisa. Los coches revientan los charcos y salpican sin misericordia a cuanto viandante va por su acera.

Cuando al final llegas al otro lado parece como si un descanso se apoderase de ti. Has conseguido llegar. Y cuando lo haces, la lluvia cesa. Ya no hay prisa. La calle vuelve a ser un pandemónium de vehículos, transeúntes, olores, ruidos, gente, semáforos y más bicicletas, una plaga de bicicletas que nos ha invadido por aquello del progreso y que circulan por todas partes, sin reglas, sin respeto, sin orden. Lo de siempre: derechos sí; obligaciones ninguna. El respeto a los demás, como la lluvia en Sevilla desmadejada y anárquica, es circunstancial y decadente.

Nadie mira a nadie. Si acaso una furtiva mirada que no dice nada ni pretende siquiera ofrecer un aliento de ánimo. ¿Para qué animar? No es necesario. La vida moderna rechaza el diálogo y preferimos el virtuosismo del cine, la inmediatez de la televisión o el machacante repiqueteo cada día en la prensa de lo que pasó unas horas antes, casi siempre con los mismos argumentos y acciones desproporcionadas de los unos y los otros. Se habla por compulsión de temas que nos suenan sin saber a ciencia cierta cuál es su verdadera sustancia. Ahora está en boga el problema de la crisis o la dulcificada desaceleración gubernamental, quién sabe, pues todo es discutible y ni quien aduce razones es capaz de centrar el asunto; no es verosímil la cuestión: unos dicen una cosa y otros lo contrario. Lo que al ciudadano llega no son más que ecos inconfundibles de una maraña de opiniones que por el hecho de partir de alguien han de ser escrupulosamente oídas. Mientras tanto, el pollo, el tomate, el pan, la leche y hasta los pañuelos de papel, hoy llamados vulgarmente kleenex, suben sus precios sin importarles la historia de la burbuja, las peripecias de la Bolsa o el superávit del Estado que en un par de años se lo habrán comido por culpa de unos cuantos mamacallos. Estos nuestros políticos se me antojan virtuosos del escapismo.

¡No estoy de acuerdo!

La sensatez y la cordura siempre han sido armas contundentes de la razón. Mal casan con las invectivas de nuevas progresiones, sobre todo de aquellas que surgen al son de etiquetas maquilladas para conseguir intereses concretos, mas nunca explicados. Nos quieren hacer distintos a fuerza de tildarnos de irrespetuosos con el sistema unas veces o cabestros adiestrados al son del cencerro para enchiquerar al zaíno que no gustó o que se hizo incómodo en la suerte de varas . No y no ¡no estoy de acuerdo!

La libertad no se moldea con barro ni se transforma con pinceles de artista. La libertad es un derecho inalienable que todos tenemos, salvo cuando alguien nos la quita u otros tratan de manipularla para presentárnosla como algo novedoso. Entonces se acabó la libertad y a todos nos sienta muy mal. Pero tanto en uno como en otro caso, nosotros fuimos los consentidores del atraco.

La gente en Sevilla no es distinta; es como en todas partes.

Alguna  gente en Sevilla, como en cualquier otro sitio, mantiene sus ilusiones, guarda sus recuerdos y se divierte cuando llega el momento. Pero no es distinta.

Por eso en Sevilla también llueve. Por eso en Sevilla que es ciudad abrazada por el Gran Río, la gente puede atravesar su cauce y mirar. Por eso, en Sevilla, la gente, cuando atraviesa el Guadalquivir, si mira a un lado hallará el puente de Triana, si al otro, el del Generalísimo (hoy de Los Remedios.) Y si está en este último, verá el de las Delicias y entre ambos, en neblina y como un fantasma, sobrepuesto al nuevo, como un fantasma digo,  el desmontado de Alfonso XIII, precioso mecano de hierro que, tras sus 78 años de vida, ha sido arrumbado a la sombra de otro construido para la Expo del 92 que se quedó chico antes de inaugurarse.

¡Carajo con el progreso! Ni acertaron.

Y en Sevilla sobra la luz aunque también ésta se conjuga con las sombras. Sevilla es ciudad de luces y sombras, no cabe duda.

Pero la gente de Sevilla no es distinta.

La gente de Sevilla no quiere saber de puentes, como la gente de Madrid de Manzanares; la gente de Sevilla no quiere saber de cosas de antes, sobre todo si fueron fruto del afán de unos pocos, muy pocos que se entusiasmaron con su ciudad. La gente de Sevilla no es distinta. La gente de Sevilla es como toda la gente de hoy: ocio, un poco de ocio y más ocio. Fútbol, consumo y muchos puentes vacacionales.

Derechos, todos. Obligaciones, ninguna. No hay que ver más. En la carretera parece como si todos tuviéramos prisa, mucha prisa por llegar no se sabe dónde.  En la noche no hay lugar para la vida: todo son disturbios. Quien alborota, embrutecido por el alcohol o por la droga, se jacta de ello; quien se queda en casa se atiborra de fármacos para poder dormir. Nadie vigila, nadie impone el orden, nadie cumple lo prometido en la campaña electoral, nadie aplica lo ordenado. Todos se llaman andana.
Yo me voy a la lejanía del campo o a la orilla del mar. En el campo me quedo sordo; en la orilla del mar me enredo en ensueños de juventud y de niñez. En ambos lugares soy feliz. En ninguno de esos dos sitios padezco las molestias del progreso y de la libertad enlatada que huele a suela de zapato sudado de falso cuero. Me libero de la modernidad sin tener que acudir al Ángel de la Guarda.

Dicen que esto es el progreso.

Decididamente en Sevilla llueve como en toda España y a veces, esa lluvia que debiera ser dulce, placentera, romántica y benefactora, se nos hace insoportable por su inoportunidad o por su contundencia que no sirve para nada.

¡Qué lástima de lluvia!

Sevilla, 12 de mayo de 2008

El Café Gijón


La Cibeles sin agua; y el calor de agosto que todo lo penetra. Es de noche y el paso entrecruzado de vehículos distrae al que pacientemente aguarda el autobús. La furia de un motorista rompe, por un momento, la curiosa armonía de unos que van y otros que aparecen, Alcalá arriba o al contrario.

Por Recoletos, desde la monumental plaza que conmemora la gesta de Colón, y, además, sirve de prólogo a la Castellana, una linda guagua, roja y brillante -nectarina madura-, aproxima a la acera del bulevar su carga de turistas abobalicados, casi coritos por el calor que no acostumbran. Están de moda estos mastodontes de dos pisos. Por unos duros te pasean por el Madrid histórico, por el Madrid monumental o por el Madrid abucheado de fluorescentes que reclaman la atención hacia tal o cual marca: la sociedad consumista del siglo XX se ha instalado, con premura y diligencia, como aldabillo en el matacán de la globalización del siglo XXI. Nadie puede con esta Revolución.

Hace unos años, no muchos, todavía podíamos soñar con hacer las revoluciones en los cafés. Y muchos de nosotros creíamos que el mundo iba a cambiar gracias a ese esfuerzo intelectual y cafeteril.

En las tertulias del Gijón se ha estrujado la mocha más de uno, se ha hablado con altivez y recancanilla a destajo, y se ha remejido a gusto la existencia, el marxismo y otros ismos de efímera vida.

Cuando la pasma surgía, el peje se hacía soca, y con atildamiento nada disimulado sacudía el tamo de los pecados perpetrados en el conventículo.

Presencié esa interpretación grotesca en alguna ocasión. Entonces marchaba triste y desorientado a mi mechinal de la calle Echegaray. La murria podía conmigo.

Poquito a poco, mis revoluciones se vinieron abajo.

Hoy, talludito ya, entré en el Gijón; lo de siempre, un café y un vaso de agua fría. Una escasa media hora contemplando el paisaje y, como diría mi idolatrado Cela, el paisanaje. Todo sigue igual, más o menos, aunque el rincón más auténtico siga siendo el de Alfonso, sin la menor duda.

¿Sabrán los turistas del autobús bermejo que en el Gijón se luchó contra lo que hoy, entre todos, hemos conseguido?

                                                                     Madrid, 9 de agosto de 2001

El tranvía de La Coruña


El tranvía de La Coruña (A Coruña) es un juguete maravilloso .

Estando un día en el María Pita, allá por el mes de junio, recién llegado de Madrid, me asomé a la ventana de la habitación y vi circular un tranvía precioso por el Paseo Marítimo, bordeando la Ensenada del Orzán. Tenía una parada a las puertas del hotel. Bajé y esperé.

Mientras llegaba quedé admirado del paisaje de la bahía. Entretuve mi  espera enfocando con mi cámara la fuente de los windsurfistas, genial, armónica y muy en consonancia con La Coruña de Vázquez, el mejor alcalde que esta ciudad tuvo en muchos años. En el horizonte, lejano pero visible, el monte de San Pedro y el Obelisco del Millenium.

Llegó el tranvía, precioso, con un traqueteo sólido, haciendo sonar la campanilla de aviso y acertando a parar reciamente que no brusco, en la reserva de la marquesina; los dos o tres que allí estábamos subimos. Yo iba encantado pues desde mi última estancia en Colonia no había montado en un vehículo similar.

Desde allí, bordeando la ciudad, a lo largo del Paseo Marítimo, fuimos pasando por unos terrenos que hacía pocos años eran intransitables y peligrosos. La playa de Las Lapas con sus protuberantes alisos; la Torre de Hércules, tan vieja, tan vigilante. A lo lejos vuelvo a ver el obelisco, con sus mil y un vidriados tornasoles;  los acantilados verdes, bien cuidados. Y el mar, siempre el mar en esta ciudad que vive de ello, de las pocas que no le dan la espalda. Pasamos por las dos puntas, la Herminia y la de las Adormideras, para terminar en la Dársena del Parrote, desde donde se ve, al fondo, el Castillo de San Antón.

Allí me bajé y encaminé mis pasos hasta los jardines de Méndez Núñez, donde ya no había estorninos; después fui a la Avenida de los Cantones, decorada en sus estribos al cielo por esos balcones marquesinas tan conocidos en las postales de turismo.

Más tarde,  ya casi de noche, me fui a la Plaza de María Pita. En la Taberna de Penela recuperé el sentir con un buen Ribeiro.

En recuerdo a María Pita, la heroína que en el siglo XVI plantó cara a Drake, pasando a cuchillo al alférez que capitaneaba el asalto a la ciudad, provocando con ello la retirada de los ingleses al grito de ¡Quien tenga honra, que me siga! , tomé unos percebes con mi amigo Juan Ramón que me supieron a gloria.

Al anochecer regresé al hotel.

De A Coruña trájeme recuerdos y dejé amigos que aún conservo.

En La Coruña, un mes de cierto año feliz

El fantasma del Cerro del Águila


Hay un barrio en Sevilla que toma este nombre de las águilas que se asentaban en el terreno, cuando todavía no era barrio.

El barrio se levanta allá por los años veinte y desde entonces acá, muchas han sido las vicisitudes acaecidas, pasando por una explosión del polvorín que una empresa tenía instalada en el mismo.

Hace semanas comenzaron a oírse temblores en los vidrios de las ventanas y golpes en las puertas de algunas casas del barrio. Los vecinos se alarmaron. Pensaban que, como ahora no hay orden sino que todo es desconcierto y los gamberros hacen suerte de sus ocurrencias, alguna pandilla de mozalbetes era la que entretenía su aburrimiento molestando al vecindario.

Así las cosas, el delegado municipal tomó cartas en el asunto. Vano empeño. En una ciudad que ha hecho bandera del “todo vale” no hubo forma de dar con los autores materiales de la tabarra.

Una anciana que vivía en el barrio desde los tiempos de la guerra civil fue la que dio con el guasón que traía mosqueados a los habitantes de la barriada.

Fue una noche calurosa de esta primavera rara que padecemos, cuando habiendo sacado a hacer las necesidades fisiológicas al perrito que le acompañaba en su solitaria vida, la anciana observó una sombra con tranca o algo que a ella le pareció tal, y así lo contó a los guindillas; furtivamente aporreaba las puertas con la dicha herramienta y seguía su camino. Cuál no sería su sorpresa al acercarse, al reconocer,  ataviado de prioste de una conocida hermandad de Semana Santa y portando la vara de la dignidad con la que se empleaba  a modo de aldabón, para descubrir la huesuda figura del General Queipo de Llano, alma en pena diría yo que, con nostalgia,  recorría el barrio que él mismo ordenó reconstruir después de la tremenda explosión que se produjo en el año 1941.

A partir de entonces, el fantasma del Cerro del Águila no ha vuelto por allí y los vecinos siguen su vida con alegría, pues se trata de uno de los barrios más alegre, popular  y luminoso de la ciudad de la luz y el color.

Así me lo contaron y aunque yo no creo en fantasmas, así lo cuento yo.

En Sevilla, cualquier día de cualquier año

El beso que no le di a Gala


Fue hace unos días, en la Feria del Libro, en Cádiz. Cuando llegué a la sala –fui de las últimas- ya había un corro de gallinitas cariñosas y ansiosas por hacerse una foto con él. El ambiente estaba denso; mas su presencia lo penetraba todo. Era la primera vez que lo veía en persona (aunque mis padres me dicen que coincidí con él en una manifestación, cuando yo tenía cinco años, pero no me acuerdo.) Me pareció una persona muy afanada en dar lo mejor de sí; cualidades no le faltan, dotes tiene para eso. Presenta una elegancia inusual; derrocha viveza y muestra una generosidad extraordinaria.

Noté que estaba un poco harto. Exclamaba, con humor, que los gaditanos estamos un poco loquitos. Los asistentes le respondían como podían: “que si el levante”; “que si el poniente”; “que algo de locura siempre es bueno...”

Se quejaba en voz alta aduciendo que había estampado su firma en todas partes, que no quedaba nadie.
Pero quedaba yo, frente a la mesa, ante él. ¿Su secretario? Me hizo un gesto para que le acercara el libro. Le entregué el libro más hermoso jamás por mí leído y quiero mejor escrito: “El Manuscrito Carmesí”.

Lo miró serio, alzó la cabeza y me vio. Yo estaba petrificada, supongo por la hermosura que él irradiaba en ese sublime momento. Con cierto respeto bordeé la mesa, me quedé mirándole y me arrodillé a su lado. Me sentí inmensamente feliz y me daban ganas de besarlo, tiernamente, sinceramente.

El escritor tomó en su mano el puño de mi rebeca color marfil, marfil como el color  del mar en los atardeceres de la Bahía, mi despeluchada rebeca que yo había bajado ese día del tendedero. Ensartándola y azuzando al público con ella espetó: ¡La mancha, la mancha!, provocando  una confusión de manchas y risas, pues la que llevaba manchas en la rebeca no era yo sino otra. Todos rompimos a reír.

Luego, más tranquilo y más íntimo me preguntó mi nombre. Belén –respondí-. Me miró con ternura y acercó su cara a la mía. Yo no podía ni abrir la boca por la emoción; sólo sonreía y sonreía. Mi pelo negro se trocó más a su aire, al aire de Puerta Tierra, al aire de las gaditanas con tirabuzones y valentía; lo miraba directamente, con mis negros ojitos negros, ojos portadores de lo que sentía, parlantes ojos de mujer que mucho quería decir en tan poco tiempo. Él me miró, alegrándose; y me contagió su alegría. Los dos fuimos felices, como un clamor de júbilo desatado en un instante.

Se volvió para firmar. Me devolvió el libro y balbucí un ¡gracias, por tanto! El tesoro de su dedicatoria lo recibí con extraordinaria avaricia, rumor de enamorada de por medio. Me miró con ternura y desde sus ya ajados ojos, en los que todavía, creo, florece la luz, quise escuchar: ¡Vas bien despachá!

Le sonreí y me incorporé. Tuve un impulso que supe controlar; no me atreví a desnudar la piel, ese último recurso que nos hace diferentes a otros seres. Y aunque la felicidad aún me dura, todavía me duele el beso que no le di. En eso me quedé con las ganas, aunque en lo demás me bailó el alma.

¡Antonio, desde este rincón andaluz que es mi corazón, te quiero!

Escrito por mi ahijada Belén y corregido por mí