Llueve en Sevilla. Es mayo. Otra vez la sospecha sobre el
cielo y detrás de mí, nada ni nadie. En Sevilla sobra la luz, mas no por ese
derroche la gente es distinta.
Voy por el puente de San Telmo, hacia el Paseo de Cristina.
A mi izquierda, sobre la baranda que me separa del salto al río, a lo lejos, otro
puente, el más antiguo, el que fue sustituto del otro, el de barcas que unía el
arrabal a la ciudad musulmana; el puente que el Almirante Bonifaz de Castilla
rompió con galeras rechonchas, la única manera de rendir la ciudad al Rey
cristiano. Es el puente de Triana o de Isabel II, según como queramos llamarlo.
Charcos y barro mojan y ensucian mis zapatos. No es raro. El
camino es regularmente transitable y las bicicletas circulan con prisa. Los
coches revientan los charcos y salpican sin misericordia a cuanto viandante va
por su acera.
Cuando al final llegas al otro lado parece como si un
descanso se apoderase de ti. Has conseguido llegar. Y cuando lo haces, la
lluvia cesa. Ya no hay prisa. La calle vuelve a ser un pandemónium de
vehículos, transeúntes, olores, ruidos, gente, semáforos y más bicicletas, una
plaga de bicicletas que nos ha invadido por aquello del progreso y que circulan
por todas partes, sin reglas, sin respeto, sin orden. Lo de siempre: derechos
sí; obligaciones ninguna. El respeto a los demás, como la lluvia en Sevilla
desmadejada y anárquica, es circunstancial y decadente.
Nadie mira a nadie. Si acaso una furtiva mirada que no dice
nada ni pretende siquiera ofrecer un aliento de ánimo. ¿Para qué animar? No es
necesario. La vida moderna rechaza el diálogo y preferimos el virtuosismo del
cine, la inmediatez de la televisión o el machacante repiqueteo cada día en la
prensa de lo que pasó unas horas antes, casi siempre con los mismos argumentos y
acciones desproporcionadas de los unos y los otros. Se habla por compulsión de
temas que nos suenan sin saber a ciencia cierta cuál es su verdadera sustancia.
Ahora está en boga el problema de la crisis o la dulcificada desaceleración
gubernamental, quién sabe, pues todo es discutible y ni quien aduce razones es
capaz de centrar el asunto; no es verosímil la cuestión: unos dicen una cosa y
otros lo contrario. Lo que al ciudadano llega no son más que ecos
inconfundibles de una maraña de opiniones que por el hecho de partir de alguien
han de ser escrupulosamente oídas. Mientras tanto, el pollo, el tomate, el pan,
la leche y hasta los pañuelos de papel, hoy llamados vulgarmente kleenex, suben
sus precios sin importarles la historia de la burbuja, las peripecias de la
Bolsa o el superávit del Estado que en un par de años se lo habrán comido por
culpa de unos cuantos mamacallos. Estos nuestros políticos se me antojan
virtuosos del escapismo.
¡No estoy de acuerdo!
La sensatez y la cordura siempre han sido armas contundentes
de la razón. Mal casan con las invectivas de nuevas progresiones, sobre todo de
aquellas que surgen al son de etiquetas maquilladas para conseguir intereses
concretos, mas nunca explicados. Nos quieren hacer distintos a fuerza de
tildarnos de irrespetuosos con el sistema unas veces o cabestros adiestrados al
son del cencerro para enchiquerar al zaíno que no gustó o que se hizo incómodo
en la suerte de varas . No y no ¡no estoy de acuerdo!
La libertad no se moldea con barro ni se transforma con pinceles
de artista. La libertad es un derecho inalienable que todos tenemos, salvo
cuando alguien nos la quita u otros tratan de manipularla para presentárnosla
como algo novedoso. Entonces se acabó la libertad y a todos nos sienta muy mal.
Pero tanto en uno como en otro caso, nosotros fuimos los consentidores del
atraco.
La gente en Sevilla no es distinta; es como en todas partes.
Alguna gente en
Sevilla, como en cualquier otro sitio, mantiene sus ilusiones, guarda sus
recuerdos y se divierte cuando llega el momento. Pero no es distinta.
Por eso en Sevilla también llueve. Por eso en Sevilla que es
ciudad abrazada por el Gran Río, la gente puede atravesar su cauce y mirar. Por
eso, en Sevilla, la gente, cuando atraviesa el Guadalquivir, si mira a un lado
hallará el puente de Triana, si al otro, el del Generalísimo (hoy de Los
Remedios.) Y si está en este último, verá el de las Delicias y entre ambos, en
neblina y como un fantasma, sobrepuesto al nuevo, como un fantasma digo, el desmontado de Alfonso XIII, precioso mecano
de hierro que, tras sus 78 años de vida, ha sido arrumbado a la sombra de otro
construido para la Expo del 92 que se quedó chico antes de inaugurarse.
¡Carajo con el progreso! Ni acertaron.
Y en Sevilla sobra la luz aunque también ésta se conjuga con
las sombras. Sevilla es ciudad de luces y sombras, no cabe duda.
Pero la gente de Sevilla no es distinta.
La gente de Sevilla no quiere saber de puentes, como la
gente de Madrid de Manzanares; la gente de Sevilla no quiere saber de cosas de
antes, sobre todo si fueron fruto del afán de unos pocos, muy pocos que se
entusiasmaron con su ciudad. La gente de Sevilla no es distinta. La gente de
Sevilla es como toda la gente de hoy: ocio, un poco de ocio y más ocio. Fútbol,
consumo y muchos puentes vacacionales.
Derechos, todos. Obligaciones, ninguna. No hay que ver más.
En la carretera parece como si todos tuviéramos prisa, mucha prisa por llegar
no se sabe dónde. En la noche no hay
lugar para la vida: todo son disturbios. Quien alborota, embrutecido por el
alcohol o por la droga, se jacta de ello; quien se queda en casa se atiborra de
fármacos para poder dormir. Nadie vigila, nadie impone el orden, nadie cumple
lo prometido en la campaña electoral, nadie aplica lo ordenado. Todos se llaman
andana.
Yo me voy a la lejanía del campo o a la orilla del mar. En
el campo me quedo sordo; en la orilla del mar me enredo en ensueños de juventud
y de niñez. En ambos lugares soy feliz. En ninguno de esos dos sitios padezco
las molestias del progreso y de la libertad enlatada que huele a suela de
zapato sudado de falso cuero. Me libero de la modernidad sin tener que acudir
al Ángel de la Guarda.
Dicen que esto es el progreso.
Decididamente en Sevilla llueve como en toda España y a
veces, esa lluvia que debiera ser dulce, placentera, romántica y benefactora,
se nos hace insoportable por su inoportunidad o por su contundencia que no
sirve para nada.
¡Qué lástima de lluvia!
Sevilla, 12 de mayo de 2008