Mirar un cuadro es algo parecido a recordar los mejores
momentos de la vida. El color, más que el dibujo, es la expresión que refleja
nuestras inquietudes y anhelos. Un magnífico dibujo es una recreación de algo
que existe por sí mismo. Sin embargo el color infunde sensaciones sin necesidad
de que lo apreciado por el ojo sea real.
Observen por un instante un lienzo de Murillo de alguna de
sus múltiples Inmaculadas; si nos quedamos en sólo el dibujo estaremos de
acuerdo en la perfección del trazo que a fin de cuentas no es más que el
resultado de la observación de un cuerpo femenino anónimo. No nos dice nada o
sólo nos dice eso, algo que vemos a diario y a cada momento. Pero si nos
fijamos con atención en los colores, ya es distinto. Se puede combinar el azul Prusia
que está presente en todos los fondos con el azul cobalto que funde el manto y
el reflejo azul que se transmite al volumen de la figura. Al final podemos
comprobar que el cuadro entero es una gran masa de lienzo coloreado en el que
el tono que predomina es ese, en muchas de las infinitas gamas de azul que son
posibles en la naturaleza. ¿Y qué nos dice ese color? ¿Lejanía? ¿Tristeza?
¿Gozo? Todo a la vez; y particularmente sosiego, si estamos tranquilos;
transparencia si nuestro ánimo es alegre; profundidad si acabamos de salir de
un problema personal. Y un montón de sensaciones que trascienden el ánimo de
cada uno y que aquí sería prolijo enumerar.
Dando un gran salto quiero recrearme en un campo de
girasoles de Vincent van Goth. La explosión de color es inmensa y nos traslada
a un estado de euforia extraordinario. Que lo pintó un loco es cierto. Mas ¿no
dicen que los locos dicen la verdad? Vincent no mentía cuando pintaba los
girasoles en un infinito entorno y todo arde, sí, arde como un fuego. Eso era
lo que el pintor quiso expresar, el fuego, el suyo que llevaba dentro y que le
atormentaba continuamente. Tuvo que pintar otras explosiones de color para
desarrollar una teoría de la libertad que él, el pobre, jamás pudo disfrutar.
Van Goth se encontraba preso en sus inquietudes personales y sólo sabía dar
rienda suelta a esas inquietudes a través de su pintura colorista y delirante.
Los cubistas, como Picasso, quisieron enjaular las ideas en
el esqueleto de la esencia de las cosas. Picasso, Gris, Braque, utilizaron las
formas geométricas para plasmar la evidencia de las cosas. Cuando estamos ante
las Señoritas de Avignon nuestra inteligencia capta la realidad como también lo
hacemos ante las Meninas de Velázquez. Pero de una manera diferente. Mientras
ante Las Meninas, lo que vemos es la Corte del Rey más poderoso del planeta y
ningún esfuerzo se nos pide, ante el cuadro de Picasso estamos viendo el
movimiento de las cosas en una expresión real que se forja en nuestro cerebro y
que el pintor quiso que fuera así para hacernos partícipe de su genio. Algo así
como si con Velázquez las cosas nos las dieran hechas y con Picasso debemos
terminarlas nosotros mismos. Por eso la pintura cubista es mucho más difícil de
entender que la otra o cualquier otra, aunque no todos los modos de presentar
la realidad sean iguales ni siquiera semejantes. Eso pasa, por ejemplo, cuando
tenemos ante nosotros una obra de los impresionistas o las maravillosas
pinturas costumbristas de Gonzalo Bilbao o las naturalistas de Zuloaga. Hay que
situarse en el entorno y con ese esfuerzo conseguimos entender.
De todas las maneras, las obras maestras y los grandes
maestros –y los que aquí cito lo son todos- no precisan de un enorme esfuerzo
por nuestra parte ya que ejecutaron una obra intemporal que se entenderá
siempre. Como en Literatura Cervantes o Shakespeare que ya pueden pasar siglos
y siempre estarán ahí.
Todos los cuadros con color ofrecen al espectador impulsos
de sensaciones que facilitan a nuestra inteligencia la posibilidad de soñar.
Ningún cuadro, siquiera los de los tenebristas venecianos, infunden pavor.
Todos dicen algo que nos afectan en lo más profundo de nuestra alma.
Creo que merece la pena detenerse varias veces en la vida
ante estas manifestaciones de la inteligencia.
Y eso sólo podemos conseguirlo en los museos. Merece la
pena ir a París al Louvre aunque no veamos la Torre Eiffel ni los puentes del
Sena ni crucemos a la Isla de la Ciudad para visitar la Catedral de Notre-Dame.
Y si no, nos quedamos el El Prado que queda más cerca.
Madrid, octubre de 1998