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miércoles, 14 de marzo de 2012

Mi amigo Ignacio Zabala


Grande es su generosidad. Grande es su sonrisa, su clamorosa risa. Respira vida. Está entregado a sus hijos, a su esposa, a sus amigos. No traiciona nunca.

Grande. Cerca de dos metros y más de cien kilos de peso. Bigote también grande, como todo en él. La tez oscura, cetrina podría decirse. El pelo brillante y negro, fuerte, sin asomo de hebras blancas.

Su alegría contagia a quien la entienda. ¡Lástima que en la vida lo contagioso es malo! ¡La envidia es mala! La gente muere de infecciones que otros traspasan. La risa, quien la porta y transmite, nunca hace daño. Mas puede provocar envidia. Y eso es peor que enfermar de tisis.

Por eso, Ignacio, nada hético, pasa algún mal rato. Sin embargo, con su bondad y sencilla alma supera los contratiempos. ¡Derrocha vida! Regala vida, diría yo.  A su lado no cabe la tristeza.

Sus exageraciones son notorias y notables. Exagerado en la comida; exagerado en el beber; exagerado en el amor a los suyos.

Todo en él es grande, exagerado.

No se arredra ante nada, ante los reveses de la vida.

Habla y derrocha cultura. Surge en Ignacio el fundamento de un hombre que ha leído. No, no es ningún  lerdo mi amigo Ignacio.

Ignacio Zabala, un vasco grande, de Mundaca. Un vasco antiguo, en el valioso sentido del término. Un vasco hecho a sí mismo. Un vasco, de familia en la otra parte de España, en la otra orilla del Océano que separa tres continentes.

¡Un vasco bueno!

Ignacio, mi amigo, murió hace quince días. Se lo llevó la vida, de golpe, por sorpresa.

Se me fue un amigo, un gran amigo que yo, libremente, había elegido. De eso hace más de treinta años.

                                                 Manuel Bono, un mes de un año fatídico

SOÑÉ QUE SOÑANDO ESTABA



<<Yo callé males sufriendo
Y sufrí penas callando,
Padecí no mereciendo
Y merecí padeciendo
Los bienes que no demando:
Si el esfuerzo que he tenido
Para callar y sufrir,
Tuviera para decir,
No sintiera mi vivir
Los dolores que ha sentido.>>

En estas andaba la pasada noche que no sé si amanecer del día era o vísperas del siguiente. Era un sueño placentero que soñaba con los ojos abiertos, creo; o no. No sé, no me acuerdo de eso; sólo recuerdo el verso que de Garcilaso es. Pero era yo quien lo decía, acariciaba con ese verso la cara asustada de una amada que fijos en mí los ojos tenía. No estaba enojada; estaba perpleja, sorprendida y hubo un momento en que la vi desnudar su vista definitivamente: pasó del estupor al goce. Me miró, asomó su corazón a los labios y con un gesto inconfundible de mujer amada, besó mi boca sin vacilar. Estábamos ambos entrelazados en lo mismo.

De pronto respiré y noté que todo era un sueño. Desperté. Mas no vi nada a mi lado: el libro que me acompañó en el zaguán del duermevela no estaba; la mesilla de noche, tampoco; el cuarto no era cuarto. ¿Qué me estaba pasando? De pronto percibí un rumor. Me volví lento, cauteloso casi. Allí estaba, la volví a ver. Una cosa faltaba para que todo aquel sueño dejara de serlo. Me aproximé, alargué una mano que pareció extender el brazo hacia el infinito, más, cada vez más lejos. Ya casi la tocaba, percibía su respiración, me llegaba su aroma a mirto y el frescor de sus pechos se me antojaban fuentes fidelísimas de mi antojo, fuentes por donde debiera chorrear el amor que mi cuerpo anhelaba desmesuradamente. Era feliz.

No, aquello no podía ser un sueño. Aquello debería ser lo que llega tras la muerte, pues no sufría, no sentía, no gemía ni padecía dolor.

A las seis, como cada día, sonó el despertador. Por fin salió el día. Por fin el sol se asomaba al enrejado de mi balcón. Volvía a estar solo.

Pero mi sueño, como el de Segismundo que tanto agrada a una amiga, era solo eso: un sueño. Pero un sueño como de muñeca rusa.

Hoy es un día para cantar.


Un día en Chile