Leer o no leer es cuestión de esfuerzo, es decir, depende de la voluntad.
Cuando joven leía todo aquello que caía en mis manos. Conforme fui haciéndome maduro, la afición se trocó más selectiva. Ahora que soy mayor y que por mis ojos pasaron millones de letras, sílabas, palabras, frases y exclamaciones, todas y cada una en forma de novela, poesía, comedia, tragedia o cuento, mis libros se vuelven una y otra vez contra mí, provocando en mi espíritu una inmensa ganancia, un anhelo por poseerlo todo, es decir, por leer y releer lo ya leído para que mi cerebro afiance las ideas de otros y los miedos se conturben, se enfrenten solos al Polifemo que cada uno lleva dentro.
Todos los días aprendo que la vida no se para por mucho que lo intentemos. Siempre habrá algo que hacer; y que leer. Además, cuando el paso del tiempo se nota más, es cuando más rápido se nos antoja vivir, porque nos falta tiempo o porque vemos sin remisión que esa vida se nos acaba. Nadie es un gran hombre o una gran mujer por decidirlo. Los grandes personajes no nacen ni se hacen; a diferencia de la buena comida que tiene sus trucos y recomendaciones, tanto para elaborarla como para disfrutarla después, una vez hecha. Lo efímero de la vida hace que nuestros logros, si es que los tuvimos, jamás florezcan. Tiene que pasar el tiempo y ese tiempo convertir toda nuestra integridad en arena para que, acaso, alguien decida sembrar sobre el estiércol que somos. No somos ni lo que representamos y como escribió Fray Luis de Granada, puede que con el paso del tiempo nuestro cuerpo, ya tierra, se mezcle con el cemento que se utiliza para levantar una tapia par de nuestra sepultura.
Si leer es todo eso y más, qué no será más difícil escribir. Es más difícil, mucho más.
Decía un prohombre del Renacimiento que no habría que dejar pasar un solo día sin una línea nulle die sine línea y se estaba refiriendo más a la pintura que al oficio de escribir. Podría haberlo dicho Leonardo, Rafael o Buonarotti. Sólo lo dejó escrito Da Vinci, el gran Leonardo de la sonrisa perdida, una manera más de inmortalizar la vida que irremediablemente se nos tiene que ir.
¡Pues en esas estamos!
Pasando yo por la acera de una calle angosta, cubierta de tilos y algún almez, descubrí tras los vidrios de una ventana la silueta sinuosa de una mujer. Me pareció bella.
Los sentidos me engañan a veces. La memoria también. Unos días suelo ver cosas que ya las había visto antes, cualquier día. Otro día no veo lo que por delante pasa. Los menos me encuentro en una especie de solecismo ingrato, no querido y ya no es que deje de ver, es que no puedo escribir. Tampoco me avergüenzo, no es para tanto. Tengo para mí que he leído y también emborroné algún papel. No importa.
Como pasé y lo dije, la apariencia de belleza carece de importancia. La belleza está, existe en la vida. No es necesario que la juzguemos. Tampoco que se nos ofrezca como algo extraordinario. La belleza, como la fealdad, forma parte de nosotros. Ni la una es tal ni la otra tampoco. Son nuestros sentidos ¡qué va!, ni siquiera eso: son nuestros recuerdos, nuestra educación, nuestras costumbres las que hacen que veamos lo bello de forma diferente a lo feo o lo no bello. ¿Son feos los temas tratados por Goya en sus disparates? Creo que no, son bellísimos. ¿Es bello un prado con ganado paciendo? Opino que tampoco. Es una configuración idílica preestablecida. Las vacas o las ovejas forman parte del prado, del paisaje. La belleza, como la fealdad, también. Pero no por eso ni las unas ni las otras son diferentes. Son idénticas, al menos en intensidad y fuerza expresiva; al menos en su realismo y dramática existencia. Nada de opuestos, nada de positivos y negativos, nada de bueno y malo, nada de bello y feo. Las cosas se sostienen por sí mismas y cuando el ser humano, circunstancialmente o a propósito interfiere en el devenir de esas cosas, entonces y no antes es cuando se produce una exaltación de la cosa, para bien o para mal; pero no por eso la sustancia, la naturaleza de esa cosa se modifica. Son nuestros sentidos los que acaban poniendo etiquetas sobre lo que carece de las mismas.
Por eso y no por otra cosa es por lo que los seres humanos somos lo peor para nosotros mismos: homo homini lupo. Porque todo lo manipulamos y la inteligencia ya no tiene sentido en este mundo de la globalización. La inteligencia, como el rabo, ya no nos sirve para nada. El mundo ha pasado a ser dominado por los estúpidos y la especie, a diferencia de otras, acabará sucumbiendo en su propio vertedero de imbecilidad.
Creo que al final, las moscas dominarán el mundo y su sociedad estará felizmente constituida sin ley alguna ni norma ni bando municipal ni gaita alguna.
Si queremos de verdad salvarnos, hagamos un batallón de protestones que no tire la inteligencia como un desperdicio más que se pueda reciclar. La inteligencia no se recicla, es irreversible en su constitución. O se tiene o no se tiene. Si hacemos dejación, como suele en estos últimos tiempos, las moscas tendrán más pronto el dominio del planeta.
Y yo, mientras tanto, me habré ido a la undécima luna de Saturno.
En París, un día neblinoso de febrero