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martes, 29 de agosto de 2017

IFIGENIA PRIMERA PARTE


IFIGENIA PRIMERA PARTE


1.
Me llamo Ifigenia y, como comúnmente se me conoce, paso por ser hija de Agamenón, rey de Micenas, y de su esposa Clitemnestra; la verdad no es así. Mi padre es Teseo y mi madre Helena, la que se ha fugado con el príncipe Paris por amor y está en Troya. En todo este embrollo en el que me veo envuelta, mi supuesto tío Menelao, rey de Esparta, estaba bastante celoso de mi padre. Ahora lo está de Paris y todo por culpa de Helena que, a su vez le culpa a él por su falta de experiencia, corriendo la voz por ahí de que, una vez desposada por el rey, en la misma noche del banquete de bodas, Menelao quedó sorprendido al descubrir con quién había contraído nupcias: no era virgen, asunto que Helena, muy altanera, respondió, según llegó a oídos de alguien y se corrió por todas partes, con la siguiente frase:

—¡Parece mentira, siendo rey, que no hayas hecho a tiempo tus ejercicios prematrimoniales! Los dioses sabrán en qué has dilapidado tu juventud, para que ahora no sepas distinguir de una mujer a una doncella.

Mi madre debió confesar el desliz y así yo, ahora, podría estar con mi verdadero padre Teseo y no tener como madrastra a Clitemnestra de la que no me gusta casi nada.

Mi padre, Teseo, se reía de Menelao, y éste, molesto después de los alegatos de su esposa, y desconfiando de su sinceridad, no tuvo ocasión para manifestarse tolerante y libre de prejuicios, y comenzó a alimentar en su corazón un resentimiento que estalló varios años más tarde. Fue una pena el que mi madre no descubriese la verdad. Por eso yo quedé en el hogar de Agamenón, pasando por ser su hija.

Ahora soy una jovencita adorable, según dicen todos; y mi madre, harta de Menelao y de las razones de estado que la sostenían en su casa y lecho, se ha escapado con un príncipe guapo, llamado Paris, hijo del rey Príamo de Troya; Paris había venido a Grecia en viaje diplomático, con el fin de estrechar relaciones comerciales entre el Asia y la Hélade.

En la Hélade la opinión popular era contraria a la amistad con Troya. Los representantes de los gremios artesanales protestaron ante la presencia del joven príncipe, a quien se tuvo desde el primer momento como embajador de un país imperialista. Hubo manifestaciones y los reyes dorios se enteraron, asombrados, de que una guerra sería mejor recibida por su pueblo que un tratado de comercio.

Los agitadores hallaron un pretexto en la ofensa inferida por Helena a Menelao, y convencieron al pueblo de que había que castigar a los troyanos, como si estos tuvieran la culpa de la liviandad de Helena o de la hermosura y gracia de Paris. Menelao los incitaba, porque necesitaba vengarse, fuera de quien fuera, y, sobre todo, porque necesitaba reconstruir su prestigio real con hazañas militares.

Convocó asamblea de reyes. Vinieron todos y estuvieron de acuerdo en que lo de Helena era un asunto particular entre Menelao y ella, y no un asunto político. No querían la guerra.
Los reyes griegos eran pacifistas. Pacifistas en extremo, como ese Ulises rey de Ítaca, que se confesó encantado del matrimonio y de la paternidad, y poco resuelto a heroicidades.

La derrota de Menelao en la asamblea de los reyes no hizo más que aumentar su resentimiento. Había escuchado los cuchicheos de sus amigos, los chistes a cuenta de Helena infiel, y hasta los insultos de Aquiles borracho. Necesitaba enredarlos en una guerra, como fuese, y dejar al mundo fama de que habían peleado por su honor.

Menelao es rico. De vuelta a Esparta reunió en su palacio a los más hábiles agitadores, les dio dinero, les hizo grandes promesas y los envió a los reinos vecinos con consignas muy concretas. Meses después, todos los habitantes de la Hélade estaban convencidos de que la guerra era un asunto nacional; de que, si no peleaban, los troyanos acabarían por colonizarlos económicamente; hubo motines y manifestaciones, y ante la voluntad popular, los reyes no tuvieron otro remedio que declarar la guerra a Troya. Resistieron hasta el último momento, es la verdad; pero, una vez decididos, la empezaron, con el mejor propósito, y sin dejar en casa un solo hombre útil.

Alfareros, vidrieros, curtidores, zapateros, canteros, cuando se vieron arrancados de sus talleres, empezaron a protestar, porque todos pretendían que la guerra la hiciesen los soldados profesionales. Pero los reyes proclamaron que, si había que sacar las castañas del fuego, las sacarían todos, soldados y artesanos juntos.

Y todo el mundo se embarcó para Troya.

A la mitad del camino los barcos se quedaron detenidos en el puerto de Áulide por una inesperada calma chicha, de la que se culpó a los dioses.

En el intervalo, sin embargo, habían sucedido algunas cosas.

Menelao conoció a Calcas, un resentido debido a que la gente no lo tomaba en serio. Ante este desprecio, Calcas falsificó su sabiduría, convirtiéndola en superchería, que era lo que la gente respetaba y pagaba. Se hizo sacerdote; se reputó a sí mismo de zahorí, intérprete y clarividente del futuro; convirtió su oratoria, de lógica en patética, y su ademán, de solemne en teatral. Era de cuerpo flaco, de ojos vivaces y envidiosos, sonrisa amarga y expresión falsa. Cargado con sus chismes adivinatorios, iba de santuario en santuario, de plaza en plaza, de palestra en palestra, y en todas partes sorprendía al auditorio y sacaba para vivir. Pero se dolía por carecer de una esclava bonita que le calentase la cama y del respeto que se le debía por su talento. Ansiaba una ocasión de venganza contra todo. Cuando oyó que se juntaban tropas para combatir a Troya, se reunió con el ejército. La ocasión era propicia a las inquietudes y adivinaciones: Calcas hizo pronósticos sobre el éxito militar. Cada cual le consultó sobre su suerte, y para todos tuvo palabras oportunas. Desbancó a los demás sacerdotes.

Calcas había estado en Troya, y Menelao le preguntó sobre Helena. Le interrogó. Le preguntó si Helena estaba contenta, a lo que el adivino respondió que sí, pero hasta que se cansara de Paris. Después se enredaría con otro, como hizo con Teseo.

Menelao quedó perplejo. Desconocía que Helena había tenido relaciones con mi padre. Y mucho menos que hubiese sido su amante. Y que yo, Ifigenia era hija de ambos y no de Agamenón.

Menelao no dijo nada, pero se le multiplicaron las ganas de estrangular a Helena.

Llegaron a Acaya, lugar donde se juntaban los ejércitos. Muy cerca, en el palacio real, vivía Clitemnestra con sus hijos. Menelao hizo una visita protocolaria y mostró gran interés por contemplarme. Vio una reproducción de mi madre rejuvenecida veinte años, pero con unos ojos apasionados.

—¿La amas mucho? —le preguntó a su hermano.

Y el Rey de reyes le respondió:

—Todo lo que puede amar un rey a una hija.

Después se volvió al campamento y comenzó a cultivar la amistad de Calcas, en quien había intuido un espíritu gemelo.

Yo había organizado una asociación de Jóvenes Aqueas para el socorro de combatientes. Fue memorable aquella mañana en que me presenté con mis amigas, a revisar los campamentos para enterarme de las necesidades de los soldados que, separados de sus esposas, iniciaban ya el impulso de la pederastia, de acuerdo con las tradiciones espartanas; porque el amor griego es sólo un fenómeno de campamento provocado por la falta de mujeres.

Mi llegada con mis amigas volvió repentinamente las cosas a su cauce. Todos, de pronto, se sintieron enamorados de nosotras. Después, cuando creyó cada cual que había chicas bastantes para un reparto equitativo, decidieron individualizar su amor; y cuando las contemplaron a su gusto, viéndolas ir y venir, diligentes y eficaces en su labor de la guerra, convinieron en que yo era la más amable. El primero Aquiles, hijo de Peleo y Tetis, rey de los mirmidones, con el consiguiente berrenchín de Patroclo, su favorito. Patroclo echó al Pélida una mirada llorosa, que Aquiles no entendió. Después, refugiado en su tienda, lloró amargamente y deseó la muerte. Alquiles se dirigió a mí y pidió verse conmigo esa misma noche, a lo que yo accedí.

Yo, viendo a los soldados, me compadecía. Mi corazón virgen ignoraba las miserias militares, y a todas quería poner remedio.

Anochecía sobre el campamento. Aquiles había tenido que soportar los reproches de Patroclo, comido de celos y enrojecido por el llanto. Amenazaba con retirarse del ejército y regresar a su patria. Patroclo estaba bastante enfadado porque Aquiles me había abordado y propuesto verse conmigo.

2.
Cuando Aquiles regresó a le tienda, tuvo una conversación con Patroclo y dijo:

—Me estás haciendo una escena sin fundamento, Patroclo. Es cierto que alabé la belleza de Ifigenia, y es cierto también que esta noche me entrevistaré con ella; pero no es el amor lo que me empuja, sino la conveniencia. He pensado que mis desavenencias con Agamenón son peligrosas para la causa griega, y nada mejor para rehacer nuestra amistad que un matrimonio.

—¿Vas a casarte con Ifigenia? —preguntó Patroclo.

—Voy a prometerme a ella. Después partiré para la guerra, y al regreso todos nos habremos olvidado. Dicho de otra manera, pretendo, aconsejado por Ulises, engañar a Agamenón.

—A Ulises no le importa que esta noche beses a Ifigenia.

Aquiles miró a Patroclo encolerizado.

—¿Te he dicho acaso que voy a besarle? ¿No crees que eso, en tus labios, es una impertinencia? Yo soy un caballero, y jamás me aprovecharé de la oscuridad para besar a la hija de un amigo.

—¡La oscuridad…! —respondió Patroclo; y llorando no pudo seguir hablando.

Aquiles abandonó la tienda, y en ella a su desventurado amigo, y corrió a la de Calcas. El adivino se disponía a dormir.

Cuando este le vio entrar le reprochó:

—Cualquier cosa que desees, ¡oh Aquiles!, déjala para mañana. He concluido mi jornada.

—Necesito de tus servicios -dijo Aquiles. Te pagaré bien.

—En las tierras que te daré hay una casa de labranza con varios esclavos. También serían tuyos --dijo Aquiles.

—Eso ya es otra cosa. ¿Qué he de hacer?

—Coger tus trastos y acompañarme.

Calcas miró sus instrumentos de adivinación, brillantes y metálicos.

—Se trata de leer mi porvenir ante otra persona. --dijo Aquiles.

—En ese caso —respondió Calcas— me basta con la bola.

Calcas la metió en un saco, y echándoselo al hombro, partió junto a Aquiles.

Se apagaban las hogueras y los rumores del campamento.

Salieron al campo, dejando atrás los vivaques castrenses. Sobre un cerro se levantaba el castillo de Agamenón.

—¿Conoces el camino de los jardines reales? —preguntó Aquiles.

—Esta tarde eché allí la siesta.

—Guíame entonces --pidió Aquiles.

Calcas tomó una vereda que rodeaba el cerro, y Aquiles le siguió. Y en ese momento fue cuando sucedió algo extraño: Diana cazadora regresaba, de prisa, hacia el Olimpo, porque había oído sonar el gong que anunciaba asamblea. Pasó como un rayo junto a Aquiles, y al contemplarlo, quedó prendada de él:

—Cuando hayamos terminado —se dijo Diana— le buscaré para mirarle dormido.

3.
Diana entró en el Olimpo, en cuyo centro el trono de oro y metales preciosos de Zeus se levantaba.

Varios dioses se habían congregado a su alrededor; otros se acomodaban en sus lechos; muy pocos, como Diana, corrían hacia el lugar de la asamblea. Daba la impresión de que una jornada parlamentaria iba a iniciarse.

Cuando estuvieron todos juntos, Zeus, dijo:

—Os he mandado llamar, porque, según los últimos informes, en el mundo se prepara una nueva guerra, y ante un hecho así siempre conviene que tomemos precauciones y marchemos de acuerdo.

Hubo un rumor de asentimiento.

—Es la guerra de los griegos contra los troyanos. Los que hemos seguido con atención la evolución de Troya, hace mucho tiempo que adivinamos el final de un pueblo como ese, imperialista e impertinente.

—Lo que quiero deciros es que debemos mantenernos en la más rigurosa neutralidad. No estamos tan sobrantes de altares y sacrificios que podamos prescindir de los de un bando. En los tiempos que corren, toda parcialidad sería peligrosa para el culto.

—Hace ya mucho que en Troya están resecas y olvidadas las aras de mis templos —protestó Hera.

—En cambio —dijo Zeus— ni un solo día han faltado sacrificios en los míos.

—Lo cual no justifica las ofensas que se me hacen en Troya —replicó Hera.

—Lo que te pasa —interrumpió Afrodita— es que estás resentida con Paris.

Hera se irguió en su lecho como una víbora pisoteada, pronta a la réplica; pero Zeus la detuvo con un gesto.

—He ahí —dijo— a lo que quería venir a parar. Si por una parte me aseguran que la guerra de Troya obedece a simples causas políticas y económicas, por la otra me han hablado de cierta rivalidad entre alguna de vosotras como causa de la guerra.

—Me temo —intervino Atenea— que no será posible evitarlo. Efectivamente, hace algún tiempo que Hera, Afrodita y yo tuvimos unas palabras sobre cierta cuestión y acudimos al troyano Paris como juez.

—¡Un error! —interrumpió Zeus.

—Sí —contestó Atenea—, acaso haya sido un error.

—¿Y lo sabe la gente?

—Lo sabe todo el mundo —saltó Hermes, sentado a los pies de su padre.

—Entonces —dijo Zeus— no podremos evitar que los hombres nos acusen.

—En ese caso —exclamó Ares—, si es inevitable que nos achaquen parcialidad, ¿por qué no meternos de lleno en el jaleo?

—Terminantemente prohibido —fulminó Zeus.

Y como advirtiera en los dioses y diosas unánime intención de protesta, agregó:

—Sé lo que digo por ser viejo y experimentado. Dejémosles con su guerra.

Calló el divino Zeus, y un rumor de aves perseguidas sucedió a su silencio.

El gong advirtió que la asamblea concluía. Los dioses abandonaron sus escaños, y los simpatizantes de Troya se unieron a cuchichear, dejando que los simpatizantes de Grecia hicieran lo mismo al otro lado. Diana fue de un grupo en otro, procurando informarse de quién era aquel guerrero tan guapo con el que se había tropezado en el camino, y por fin Tetis le confesó, muy orgullosa, que era su hijo.

El Padre Zeus había vuelto a dormirse. Un águila y un cisne vigilaban su sueño.

4.
Mientras tanto Aquiles y Calcas iban por una avenida de cipreses. Olía el aire a jazmines y todo en la tierra y en los cielos presagiaba felices acontecimientos. Aquella noche parecía como hecha para el amor. Y así se lo comentó a Calcas.

—¿El amor? —replicó Calcas—. Una locura. Los sabios no nos enamoramos nunca.

—Es que no has visto a Ifigenia.

—Es cierto, pero vi a Helena. Y no creo que haya nunca una mujer más hermosa.

En este punto, cantó el ruiseñor la música de aquella canción tan conocida:

“Ame mañana quien no amó nunca;
quien no amó nunca, ame mañana.”

Y, como respuesta, yo surgí de un boscaje con mi voz suave, diciendo a coro con el ruiseñor las palabras de la canción.

A Aquiles se le multiplicaron los presagios, y un temblor profundo, saliendo del corazón, subió a sus labios, como si también quisieran cantar conmigo. Pero en este momento comprendió que, mientras Calcas estuviese presente, no convenía declarar sus verdaderas intenciones. Así pues, habló con aire indiferente:

—Esa que canta es Ifigenia, la hija de Agamenón. Necesito reconciliarme con su padre, ¿comprendes?, y para eso vamos a convencer a la hija de que me espera un porvenir militarmente glorioso. Necesito que se sepa que sin mí no se ganará nunca la guerra, y como no es decente decírselo a Agamenón, pretendo valerme de Ifigenia.

En una glorieta recogida, yo me había sentado en el plinto de una estatua de Afrodita. Unos velos suaves me envolvían. Un poco más de luz los hubiera hecho transparentes; pero yo los sabía igualmente transparentes a la luz que al tacto. En verdad que yo era del todo virginal, pero en mi indumentaria nocturna había seguido un cierto instinto hasta entonces desconocido, al que era grato abandonarse.

Aquiles me saludó con cortesía. Quería mantener las apariencias. Sin embargo, mi atracción, erguida, era tal, que Aquiles prescindió de Calcas y de sus adivinaciones, para mirarme sólo a mí. Me pareció que Calcas padecía en aquellos instantes una seducción parecida, aunque más violenta, porque era entrado en años y hasta entonces había desdeñado el amor de las mujeres. Verme y sentir que todo su ser se le iba hacia mí, como un manojo de agujas frente a un imán, fue una y la misma cosa. Puso cara de bobo. Pero Aquiles, le devolvió a la realidad de su papel.

—Vamos, Calcas, comienza.

Calcas trasteó su bola y dijo de memoria los conjuros litúrgicos, y mientras yo veía desarrollarse en la superficie brillante la guerra que se iba a producir, Aquiles y Calcas me miraban embebidos, sin que ninguno parase mientes en el otro.

El espectáculo fue largo; veintitantas rapsodias de epopeya, que yo seguí con interés. Hasta que Aquiles, el de los pies alados, murió asaeteado por el hermoso Paris. En aquel momento, yo di un grito enorme y me abrazé a Aquiles.

Yo confusa y angustiada grité a Aquiles suplicándole que no fuera a la guerra. Que un hombre como el no debía morir. Y le confesé mi preferencia que no era otra que muriese en mi cama, después de haberme hecho feliz durante años.

A Aquiles no le sorprendió esta reacción mía. Más bien le pareció perfectamente lógica. En cambio, el grito, el abrazo y mis palabras fueron una revelación para el adivino, que desde aquel momento sintió su corazón abrasado por los celos.

Calcas se metió entre nosotros dos y dijo:

—Ha cantado el gallo. Debemos partir.

Y Aquiles, mirándole:

—Efectivamente, Calcas, debes partir. Muchas gracias por tu servicio. La casa, y las tierras de labor, y los cien bueyes, y los esclavos que te prometí te pertenecen.

—Vamos, entonces…

—Yo, todavía no. Debo acompañar a Ifigenia hasta la puerta de la casa.

—Entonces, te esperaré aquí --respondió Calcas.

Aquiles le dijo que tendría que ir a conversar con Agamenón. Y que yo quería ir a despertarle y decirle lo que ha visto.

—¿Has olvidado, Aquiles, que soy un viejo y no puedo saltar la cerca?

—En ese caso, Calcas, yo te acompañaré hasta ella y haré de escala para tu escasa fuerza. Tú, Ifigenia, espérame a los pies de Afrodita. Vamos, Calcas.

Echó a andar. Calcas, furioso, buscaba un puñal en su cintura, pero no llevaba ninguno. A lo largo de la avenida de cipreses, se le fue representando lo que iba a suceder entre Aquiles y yo. Su fuerza adivinatoria no dejó que un solo detalle se perdiera. Y conforme contemplaba los hechos aún no sucedidos, pero inevitables, el odio se asentaba en su corazón: un odio ciego y terrible, absoluto, concentrado luego en mí como responsable única.

Cuando Aquiles le ofreció sus hombros para trepar y tuvo su garganta entre los pies, Calcas desdeñó la idea de apretarlos hasta ahogarle, porque Aquiles era joven y no hacía más que responder a la oscura llamada de la carne, que arrastra por igual a todos los mortales.

Saltó a tierra y lanzó al aire una amenaza. Después se hundió en las sombras, iracundo y temible.

Regresó Aquiles, y yo le disparé todas las armas de mi dialéctica, para disuadirle de sus propósitos guerreros. Pero mi dialéctica se reducía a una sola frase, dicha en todos los tonos, si bien el repertorio de caricias que la acompañaba fuese más variado.

—¡No quiero que te vayas a Troya! ¡No quiero que te vayas…! ¡No quiero que…!

Rompí a llorar, y los velos que me envolvían se hicieron transparentes. Fue el momento en que empezaron a cumplirse las previsiones de Calcas.

Sonriendo en el mármol, Afrodita, complaciente, lo estaba viendo todo.

Por encima del mar llegaba el alba. Habían enmudecido los pájaros nocturnos, y los del día ensayaban su nuevo canto . Siempre sucede lo mismo, y siempre los amantes atienden más a sus propias sandeces que a tanta belleza musical como se vierte en torno. Yo y Aquiles, no nos enteramos de los trinos. Y si él comprendió que había amanecido, fue porque sus ojos descubrieron la plenitud de lo que hasta entonces sólo sus manos temblorosas conocieran.

—¿Hasta mañana?

—Hasta mañana, cuando cante el ruiseñor.

Le acompañé hasta la cerca y vi cómo, ágilmente, la saltaba, y no supe si admirarme más por su esbeltez o por la resistencia varonil de que daba tan evidentes pruebas.

5.
Diana había esperado toda la noche en la tienda de Aquiles, para obtener los beneficios visuales que le eran permitidos a su apasionamiento; y, esperando, se había dormido. Cuando despertó, Aquiles yacía en el lecho, y un ensueño agradable, hecho de recuerdos y esperanzas, le hacía sonreír. En el primer momento, Diana se entregó a las delicias de la contemplación. Después se extrañó de las persistentes sonrisas y de las frases vagas que el héroe pronunciaba, así como otras manifestaciones más evidentes de su felicidad. La diosa frunció el ceño y exploró los ensueños de Aquiles, y sólo descubrió en ellos un nombre y una imagen: Ifigenia. El descubrimiento provocó su cólera, su cólera de diosa y virgen, irremediablemente virgen e irremediablemente diosa. Tuvo en la mano la espada y en el corazón el propósito de traspasar a Aquiles, pero su belleza le detuvo.

«Me vengaré de Ifigenia. Ya lo creo que me vengaré. Ella es la única culpable. Nadie puede impunemente arrebatarle un amor a Diana cazadora.»

Salió, enojada. El campamento dormía aún y soñaban los soldados. A pesar de su enojo, Diana no pudo evitar que algunas palabras llegasen a su oído. Y todas eran el nombre de Ifigenia. La imagen y el deseo igualaban en el ansia a todos los aqueos. Diana prefirió no investigar las razones de aquel amor colectivo por la misma mujer; y de un salto se hundió en el aire, hacia las estrellas.