IFIGENIA PRIMERA PARTE
1.
Me llamo Ifigenia y, como comúnmente se me conoce,
paso por ser hija de Agamenón, rey de Micenas, y de su esposa Clitemnestra; la
verdad no es así. Mi padre es Teseo y mi madre Helena, la que se ha fugado con
el príncipe Paris por amor y está en Troya. En todo este embrollo en el que me
veo envuelta, mi supuesto tío Menelao, rey de Esparta, estaba bastante celoso
de mi padre. Ahora lo está de Paris y todo por culpa de Helena que, a su vez le
culpa a él por su falta de experiencia, corriendo la voz por ahí de que, una
vez desposada por el rey, en la misma noche del banquete de bodas, Menelao
quedó sorprendido al descubrir con quién había contraído nupcias: no era
virgen, asunto que Helena, muy altanera, respondió, según llegó a oídos de
alguien y se corrió por todas partes, con la siguiente frase:
—¡Parece mentira, siendo rey, que no hayas hecho a
tiempo tus ejercicios prematrimoniales! Los dioses sabrán en qué has dilapidado
tu juventud, para que ahora no sepas distinguir de una mujer a una doncella.
Mi madre debió confesar el desliz y así yo, ahora,
podría estar con mi verdadero padre Teseo y no tener como madrastra a
Clitemnestra de la que no me gusta casi nada.
Mi padre, Teseo, se reía de Menelao, y éste, molesto
después de los alegatos de su esposa, y desconfiando de su sinceridad, no tuvo
ocasión para manifestarse tolerante y libre de prejuicios, y comenzó a
alimentar en su corazón un resentimiento que estalló varios años más tarde. Fue
una pena el que mi madre no descubriese la verdad. Por eso yo quedé en el hogar
de Agamenón, pasando por ser su hija.
Ahora soy una jovencita adorable, según dicen todos; y
mi madre, harta de Menelao y de las razones de estado que la sostenían en su
casa y lecho, se ha escapado con un príncipe guapo, llamado Paris, hijo del rey
Príamo de Troya; Paris había venido a Grecia en viaje diplomático, con el fin
de estrechar relaciones comerciales entre el Asia y la Hélade.
En la Hélade la opinión popular era contraria a la
amistad con Troya. Los representantes de los gremios artesanales protestaron
ante la presencia del joven príncipe, a quien se tuvo desde el primer momento
como embajador de un país imperialista. Hubo manifestaciones y los reyes dorios
se enteraron, asombrados, de que una guerra sería mejor recibida por su pueblo que
un tratado de comercio.
Los agitadores hallaron un pretexto en la ofensa
inferida por Helena a Menelao, y convencieron al pueblo de que había que
castigar a los troyanos, como si estos tuvieran la culpa de la liviandad de
Helena o de la hermosura y gracia de Paris. Menelao los incitaba, porque
necesitaba vengarse, fuera de quien fuera, y, sobre todo, porque necesitaba
reconstruir su prestigio real con hazañas militares.
Convocó asamblea de reyes. Vinieron todos y estuvieron
de acuerdo en que lo de Helena era un asunto particular entre Menelao y ella, y
no un asunto político. No querían la guerra.
Los reyes griegos eran pacifistas. Pacifistas en
extremo, como ese Ulises rey de Ítaca, que se confesó encantado del matrimonio
y de la paternidad, y poco resuelto a heroicidades.
La derrota de Menelao en la asamblea de los reyes no
hizo más que aumentar su resentimiento. Había escuchado los cuchicheos de sus
amigos, los chistes a cuenta de Helena infiel, y hasta los insultos de Aquiles
borracho. Necesitaba enredarlos en una guerra, como fuese, y dejar al mundo
fama de que habían peleado por su honor.
Menelao es rico. De vuelta a Esparta reunió en su
palacio a los más hábiles agitadores, les dio dinero, les hizo grandes promesas
y los envió a los reinos vecinos con consignas muy concretas. Meses después,
todos los habitantes de la Hélade estaban convencidos de que la guerra era un
asunto nacional; de que, si no peleaban, los troyanos acabarían por
colonizarlos económicamente; hubo motines y manifestaciones, y ante la voluntad
popular, los reyes no tuvieron otro remedio que declarar la guerra a Troya.
Resistieron hasta el último momento, es la verdad; pero, una vez decididos, la
empezaron, con el mejor propósito, y sin dejar en casa un solo hombre útil.
Alfareros, vidrieros, curtidores, zapateros, canteros,
cuando se vieron arrancados de sus talleres, empezaron a protestar, porque
todos pretendían que la guerra la hiciesen los soldados profesionales. Pero los
reyes proclamaron que, si había que sacar las castañas del fuego, las sacarían
todos, soldados y artesanos juntos.
Y todo el mundo se embarcó para Troya.
A la mitad del camino los barcos se quedaron detenidos
en el puerto de Áulide por una inesperada calma chicha, de la que se culpó a
los dioses.
En el intervalo, sin embargo, habían sucedido algunas
cosas.
Menelao conoció a Calcas, un resentido debido a que la
gente no lo tomaba en serio. Ante este desprecio, Calcas falsificó su
sabiduría, convirtiéndola en superchería, que era lo que la gente respetaba y pagaba.
Se hizo sacerdote; se reputó a sí mismo de zahorí, intérprete y clarividente
del futuro; convirtió su oratoria, de lógica en patética, y su ademán, de
solemne en teatral. Era de cuerpo flaco, de ojos vivaces y envidiosos, sonrisa
amarga y expresión falsa. Cargado con sus chismes adivinatorios, iba de
santuario en santuario, de plaza en plaza, de palestra en palestra, y en todas
partes sorprendía al auditorio y sacaba para vivir. Pero se dolía por carecer
de una esclava bonita que le calentase la cama y del respeto que se le debía
por su talento. Ansiaba una ocasión de venganza contra todo. Cuando oyó que se
juntaban tropas para combatir a Troya, se reunió con el ejército. La ocasión
era propicia a las inquietudes y adivinaciones: Calcas hizo pronósticos sobre
el éxito militar. Cada cual le consultó sobre su suerte, y para todos tuvo
palabras oportunas. Desbancó a los demás sacerdotes.
Calcas había estado en Troya, y Menelao le preguntó
sobre Helena. Le interrogó. Le preguntó si Helena estaba contenta, a lo que el
adivino respondió que sí, pero hasta que se cansara de Paris. Después se
enredaría con otro, como hizo con Teseo.
Menelao quedó perplejo. Desconocía que Helena había
tenido relaciones con mi padre. Y mucho menos que hubiese sido su amante. Y que
yo, Ifigenia era hija de ambos y no de Agamenón.
Menelao no dijo nada, pero se le multiplicaron las
ganas de estrangular a Helena.
Llegaron a Acaya, lugar donde se juntaban los
ejércitos. Muy cerca, en el palacio real, vivía Clitemnestra con sus hijos.
Menelao hizo una visita protocolaria y mostró gran interés por contemplarme.
Vio una reproducción de mi madre rejuvenecida veinte años, pero con unos ojos
apasionados.
—¿La amas mucho? —le preguntó a su hermano.
Y el Rey de reyes le respondió:
—Todo lo que puede amar un rey a una hija.
Después se volvió al campamento y comenzó a cultivar
la amistad de Calcas, en quien había intuido un espíritu gemelo.
Yo había organizado una asociación de Jóvenes Aqueas
para el socorro de combatientes. Fue memorable aquella mañana en que me
presenté con mis amigas, a revisar los campamentos para enterarme de las
necesidades de los soldados que, separados de sus esposas, iniciaban ya el
impulso de la pederastia, de acuerdo con las tradiciones espartanas; porque el
amor griego es sólo un fenómeno de campamento provocado por la falta de
mujeres.
Mi llegada con mis amigas volvió repentinamente las
cosas a su cauce. Todos, de pronto, se sintieron enamorados de nosotras.
Después, cuando creyó cada cual que había chicas bastantes para un reparto
equitativo, decidieron individualizar su amor; y cuando las contemplaron a su
gusto, viéndolas ir y venir, diligentes y eficaces en su labor de la guerra,
convinieron en que yo era la más amable. El primero Aquiles, hijo de Peleo y
Tetis, rey de los mirmidones, con el consiguiente berrenchín de Patroclo, su favorito.
Patroclo echó al Pélida una mirada llorosa, que Aquiles no entendió. Después,
refugiado en su tienda, lloró amargamente y deseó la muerte. Alquiles se
dirigió a mí y pidió verse conmigo esa misma noche, a lo que yo accedí.
Yo, viendo a los soldados, me compadecía. Mi corazón
virgen ignoraba las miserias militares, y a todas quería poner remedio.
Anochecía sobre el campamento. Aquiles había tenido
que soportar los reproches de Patroclo, comido de celos y enrojecido por el
llanto. Amenazaba con retirarse del ejército y regresar a su patria. Patroclo
estaba bastante enfadado porque Aquiles me había abordado y propuesto verse
conmigo.
2.
Cuando Aquiles regresó a le tienda, tuvo una
conversación con Patroclo y dijo:
—Me estás haciendo una escena sin fundamento,
Patroclo. Es cierto que alabé la belleza de Ifigenia, y es cierto también que
esta noche me entrevistaré con ella; pero no es el amor lo que me empuja, sino
la conveniencia. He pensado que mis desavenencias con Agamenón son peligrosas
para la causa griega, y nada mejor para rehacer nuestra amistad que un
matrimonio.
—¿Vas a casarte con Ifigenia? —preguntó Patroclo.
—Voy a prometerme a ella. Después partiré para la
guerra, y al regreso todos nos habremos olvidado. Dicho de otra manera,
pretendo, aconsejado por Ulises, engañar a Agamenón.
—A Ulises no le importa que esta noche beses a
Ifigenia.
Aquiles miró a Patroclo encolerizado.
—¿Te he dicho acaso que voy a besarle? ¿No crees que
eso, en tus labios, es una impertinencia? Yo soy un caballero, y jamás me
aprovecharé de la oscuridad para besar a la hija de un amigo.
—¡La oscuridad…! —respondió Patroclo; y llorando no
pudo seguir hablando.
Aquiles abandonó la tienda, y en ella a su
desventurado amigo, y corrió a la de Calcas. El adivino se disponía a dormir.
Cuando este le vio entrar le reprochó:
—Cualquier cosa que desees, ¡oh Aquiles!, déjala para
mañana. He concluido mi jornada.
—Necesito de tus servicios -dijo Aquiles. Te pagaré
bien.
—En las tierras que te daré hay una casa de labranza con
varios esclavos. También serían tuyos --dijo Aquiles.
—Eso ya es otra cosa. ¿Qué he de hacer?
—Coger tus trastos y acompañarme.
Calcas miró sus instrumentos de adivinación,
brillantes y metálicos.
—Se trata de leer mi porvenir ante otra persona. --dijo
Aquiles.
—En ese caso —respondió Calcas— me basta con la bola.
Calcas la metió en un saco, y echándoselo al hombro,
partió junto a Aquiles.
Se apagaban las hogueras y los rumores del campamento.
Salieron al campo, dejando atrás los vivaques
castrenses. Sobre un cerro se levantaba el castillo de Agamenón.
—¿Conoces el camino de los jardines reales? —preguntó
Aquiles.
—Esta tarde eché allí la siesta.
—Guíame entonces --pidió Aquiles.
Calcas tomó una vereda que rodeaba el cerro, y Aquiles
le siguió. Y en ese momento fue cuando sucedió algo extraño: Diana cazadora
regresaba, de prisa, hacia el Olimpo, porque había oído sonar el gong que
anunciaba asamblea. Pasó como un rayo junto a Aquiles, y al contemplarlo, quedó
prendada de él:
—Cuando hayamos terminado —se dijo Diana— le buscaré
para mirarle dormido.
3.
Diana entró en el Olimpo, en cuyo centro el trono de
oro y metales preciosos de Zeus se levantaba.
Varios dioses se habían congregado a su alrededor;
otros se acomodaban en sus lechos; muy pocos, como Diana, corrían hacia el
lugar de la asamblea. Daba la impresión de que una jornada parlamentaria iba a
iniciarse.
Cuando estuvieron todos juntos, Zeus, dijo:
—Os he mandado llamar, porque, según los últimos
informes, en el mundo se prepara una nueva guerra, y ante un hecho así siempre
conviene que tomemos precauciones y marchemos de acuerdo.
Hubo un rumor de asentimiento.
—Es la guerra de los griegos contra los troyanos. Los
que hemos seguido con atención la evolución de Troya, hace mucho tiempo que adivinamos
el final de un pueblo como ese, imperialista e impertinente.
—Lo que quiero deciros es que debemos mantenernos en
la más rigurosa neutralidad. No estamos tan sobrantes de altares y sacrificios
que podamos prescindir de los de un bando. En los tiempos que corren, toda
parcialidad sería peligrosa para el culto.
—Hace ya mucho que en Troya están resecas y olvidadas
las aras de mis templos —protestó Hera.
—En cambio —dijo Zeus— ni un solo día han faltado
sacrificios en los míos.
—Lo cual no justifica las ofensas que se me hacen en
Troya —replicó Hera.
—Lo que te pasa —interrumpió Afrodita— es que estás
resentida con Paris.
Hera se irguió en su lecho como una víbora pisoteada,
pronta a la réplica; pero Zeus la detuvo con un gesto.
—He ahí —dijo— a lo que quería venir a parar. Si por
una parte me aseguran que la guerra de Troya obedece a simples causas políticas
y económicas, por la otra me han hablado de cierta rivalidad entre alguna de
vosotras como causa de la guerra.
—Me temo —intervino Atenea— que no será posible
evitarlo. Efectivamente, hace algún tiempo que Hera, Afrodita y yo tuvimos unas
palabras sobre cierta cuestión y acudimos al troyano Paris como juez.
—¡Un error! —interrumpió Zeus.
—Sí —contestó Atenea—, acaso haya sido un error.
—¿Y lo sabe la gente?
—Lo sabe todo el mundo —saltó Hermes, sentado a los
pies de su padre.
—Entonces —dijo Zeus— no podremos evitar que los
hombres nos acusen.
—En ese caso —exclamó Ares—, si es inevitable que nos
achaquen parcialidad, ¿por qué no meternos de lleno en el jaleo?
—Terminantemente prohibido —fulminó Zeus.
Y como advirtiera en los dioses y diosas unánime
intención de protesta, agregó:
—Sé lo que digo por ser viejo y experimentado.
Dejémosles con su guerra.
Calló el divino Zeus, y un rumor de aves perseguidas
sucedió a su silencio.
El gong advirtió que la asamblea concluía. Los dioses
abandonaron sus escaños, y los simpatizantes de Troya se unieron a cuchichear,
dejando que los simpatizantes de Grecia hicieran lo mismo al otro lado. Diana
fue de un grupo en otro, procurando informarse de quién era aquel guerrero tan
guapo con el que se había tropezado en el camino, y por fin Tetis le confesó,
muy orgullosa, que era su hijo.
El Padre Zeus había vuelto a dormirse. Un águila y un
cisne vigilaban su sueño.
4.
Mientras tanto Aquiles y Calcas iban por una avenida
de cipreses. Olía el aire a jazmines y todo en la tierra y en los cielos
presagiaba felices acontecimientos. Aquella noche parecía como hecha para el
amor. Y así se lo comentó a Calcas.
—¿El amor? —replicó Calcas—. Una locura. Los sabios no
nos enamoramos nunca.
—Es que no has visto a Ifigenia.
—Es cierto, pero vi a Helena. Y no creo que haya nunca
una mujer más hermosa.
En este punto, cantó el ruiseñor la música de aquella
canción tan conocida:
“Ame mañana quien no amó nunca;
quien no amó nunca, ame mañana.”
Y, como respuesta, yo surgí de un boscaje con mi voz
suave, diciendo a coro con el ruiseñor las palabras de la canción.
A Aquiles se le multiplicaron los presagios, y un
temblor profundo, saliendo del corazón, subió a sus labios, como si también
quisieran cantar conmigo. Pero en este momento comprendió que, mientras Calcas
estuviese presente, no convenía declarar sus verdaderas intenciones. Así pues,
habló con aire indiferente:
—Esa que canta es Ifigenia, la hija de Agamenón.
Necesito reconciliarme con su padre, ¿comprendes?, y para eso vamos a convencer
a la hija de que me espera un porvenir militarmente glorioso. Necesito que se
sepa que sin mí no se ganará nunca la guerra, y como no es decente decírselo a
Agamenón, pretendo valerme de Ifigenia.
En una glorieta recogida, yo me había sentado en el
plinto de una estatua de Afrodita. Unos velos suaves me envolvían. Un poco más
de luz los hubiera hecho transparentes; pero yo los sabía igualmente
transparentes a la luz que al tacto. En verdad que yo era del todo virginal,
pero en mi indumentaria nocturna había seguido un cierto instinto hasta
entonces desconocido, al que era grato abandonarse.
Aquiles me saludó con cortesía. Quería mantener las
apariencias. Sin embargo, mi atracción, erguida, era tal, que Aquiles
prescindió de Calcas y de sus adivinaciones, para mirarme sólo a mí. Me pareció
que Calcas padecía en aquellos instantes una seducción parecida, aunque más
violenta, porque era entrado en años y hasta entonces había desdeñado el amor
de las mujeres. Verme y sentir que todo su ser se le iba hacia mí, como un
manojo de agujas frente a un imán, fue una y la misma cosa. Puso cara de bobo.
Pero Aquiles, le devolvió a la realidad de su papel.
—Vamos, Calcas, comienza.
Calcas trasteó su bola y dijo de memoria los conjuros
litúrgicos, y mientras yo veía desarrollarse en la superficie brillante la
guerra que se iba a producir, Aquiles y Calcas me miraban embebidos, sin que
ninguno parase mientes en el otro.
El espectáculo fue largo; veintitantas rapsodias de
epopeya, que yo seguí con interés. Hasta que Aquiles, el de los pies alados,
murió asaeteado por el hermoso Paris. En aquel momento, yo di un grito enorme y
me abrazé a Aquiles.
Yo confusa y angustiada grité a Aquiles suplicándole
que no fuera a la guerra. Que un hombre como el no debía morir. Y le confesé mi
preferencia que no era otra que muriese en mi cama, después de haberme hecho
feliz durante años.
A Aquiles no le sorprendió esta reacción mía. Más bien
le pareció perfectamente lógica. En cambio, el grito, el abrazo y mis palabras
fueron una revelación para el adivino, que desde aquel momento sintió su
corazón abrasado por los celos.
Calcas se metió entre nosotros dos y dijo:
—Ha cantado el gallo. Debemos partir.
Y Aquiles, mirándole:
—Efectivamente, Calcas, debes partir. Muchas gracias
por tu servicio. La casa, y las tierras de labor, y los cien bueyes, y los
esclavos que te prometí te pertenecen.
—Vamos, entonces…
—Yo, todavía no. Debo acompañar a Ifigenia hasta la
puerta de la casa.
—Entonces, te esperaré aquí --respondió Calcas.
Aquiles le dijo que tendría que ir a conversar con
Agamenón. Y que yo quería ir a despertarle y decirle lo que ha visto.
—¿Has olvidado, Aquiles, que soy un viejo y no puedo
saltar la cerca?
—En ese caso, Calcas, yo te acompañaré hasta ella y
haré de escala para tu escasa fuerza. Tú, Ifigenia, espérame a los pies de
Afrodita. Vamos, Calcas.
Echó a andar. Calcas, furioso, buscaba un puñal en su
cintura, pero no llevaba ninguno. A lo largo de la avenida de cipreses, se le
fue representando lo que iba a suceder entre Aquiles y yo. Su fuerza
adivinatoria no dejó que un solo detalle se perdiera. Y conforme contemplaba
los hechos aún no sucedidos, pero inevitables, el odio se asentaba en su corazón:
un odio ciego y terrible, absoluto, concentrado luego en mí como responsable
única.
Cuando Aquiles le ofreció sus hombros para trepar y
tuvo su garganta entre los pies, Calcas desdeñó la idea de apretarlos hasta
ahogarle, porque Aquiles era joven y no hacía más que responder a la oscura
llamada de la carne, que arrastra por igual a todos los mortales.
Saltó a tierra y lanzó al aire una amenaza. Después se
hundió en las sombras, iracundo y temible.
Regresó Aquiles, y yo le disparé todas las armas de mi
dialéctica, para disuadirle de sus propósitos guerreros. Pero mi dialéctica se
reducía a una sola frase, dicha en todos los tonos, si bien el repertorio de
caricias que la acompañaba fuese más variado.
—¡No quiero que te vayas a Troya! ¡No quiero que te
vayas…! ¡No quiero que…!
Rompí a llorar, y los velos que me envolvían se
hicieron transparentes. Fue el momento en que empezaron a cumplirse las
previsiones de Calcas.
Sonriendo en el mármol, Afrodita, complaciente, lo
estaba viendo todo.
Por encima del mar llegaba el alba. Habían enmudecido
los pájaros nocturnos, y los del día ensayaban su nuevo canto . Siempre sucede
lo mismo, y siempre los amantes atienden más a sus propias sandeces que a tanta
belleza musical como se vierte en torno. Yo y Aquiles, no nos enteramos de los
trinos. Y si él comprendió que había amanecido, fue porque sus ojos
descubrieron la plenitud de lo que hasta entonces sólo sus manos temblorosas
conocieran.
—¿Hasta mañana?
—Hasta mañana, cuando cante el ruiseñor.
Le acompañé hasta la cerca y vi cómo, ágilmente, la
saltaba, y no supe si admirarme más por su esbeltez o por la resistencia
varonil de que daba tan evidentes pruebas.
5.
Diana había esperado toda la noche en la tienda de
Aquiles, para obtener los beneficios visuales que le eran permitidos a su
apasionamiento; y, esperando, se había dormido. Cuando despertó, Aquiles yacía
en el lecho, y un ensueño agradable, hecho de recuerdos y esperanzas, le hacía
sonreír. En el primer momento, Diana se entregó a las delicias de la contemplación.
Después se extrañó de las persistentes sonrisas y de las frases vagas que el
héroe pronunciaba, así como otras manifestaciones más evidentes de su
felicidad. La diosa frunció el ceño y exploró los ensueños de Aquiles, y sólo
descubrió en ellos un nombre y una imagen: Ifigenia. El descubrimiento provocó
su cólera, su cólera de diosa y virgen, irremediablemente virgen e
irremediablemente diosa. Tuvo en la mano la espada y en el corazón el propósito
de traspasar a Aquiles, pero su belleza le detuvo.
«Me vengaré de Ifigenia. Ya lo creo que me vengaré.
Ella es la única culpable. Nadie puede impunemente arrebatarle un amor a Diana
cazadora.»
Salió, enojada. El campamento dormía aún y soñaban los
soldados. A pesar de su enojo, Diana no pudo evitar que algunas palabras
llegasen a su oído. Y todas eran el nombre de Ifigenia. La imagen y el deseo
igualaban en el ansia a todos los aqueos. Diana prefirió no investigar las
razones de aquel amor colectivo por la misma mujer; y de un salto se hundió en
el aire, hacia las estrellas.
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