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viernes, 2 de marzo de 2012

El beso que no le di a Gala


Fue hace unos días, en la Feria del Libro, en Cádiz. Cuando llegué a la sala –fui de las últimas- ya había un corro de gallinitas cariñosas y ansiosas por hacerse una foto con él. El ambiente estaba denso; mas su presencia lo penetraba todo. Era la primera vez que lo veía en persona (aunque mis padres me dicen que coincidí con él en una manifestación, cuando yo tenía cinco años, pero no me acuerdo.) Me pareció una persona muy afanada en dar lo mejor de sí; cualidades no le faltan, dotes tiene para eso. Presenta una elegancia inusual; derrocha viveza y muestra una generosidad extraordinaria.

Noté que estaba un poco harto. Exclamaba, con humor, que los gaditanos estamos un poco loquitos. Los asistentes le respondían como podían: “que si el levante”; “que si el poniente”; “que algo de locura siempre es bueno...”

Se quejaba en voz alta aduciendo que había estampado su firma en todas partes, que no quedaba nadie.
Pero quedaba yo, frente a la mesa, ante él. ¿Su secretario? Me hizo un gesto para que le acercara el libro. Le entregué el libro más hermoso jamás por mí leído y quiero mejor escrito: “El Manuscrito Carmesí”.

Lo miró serio, alzó la cabeza y me vio. Yo estaba petrificada, supongo por la hermosura que él irradiaba en ese sublime momento. Con cierto respeto bordeé la mesa, me quedé mirándole y me arrodillé a su lado. Me sentí inmensamente feliz y me daban ganas de besarlo, tiernamente, sinceramente.

El escritor tomó en su mano el puño de mi rebeca color marfil, marfil como el color  del mar en los atardeceres de la Bahía, mi despeluchada rebeca que yo había bajado ese día del tendedero. Ensartándola y azuzando al público con ella espetó: ¡La mancha, la mancha!, provocando  una confusión de manchas y risas, pues la que llevaba manchas en la rebeca no era yo sino otra. Todos rompimos a reír.

Luego, más tranquilo y más íntimo me preguntó mi nombre. Belén –respondí-. Me miró con ternura y acercó su cara a la mía. Yo no podía ni abrir la boca por la emoción; sólo sonreía y sonreía. Mi pelo negro se trocó más a su aire, al aire de Puerta Tierra, al aire de las gaditanas con tirabuzones y valentía; lo miraba directamente, con mis negros ojitos negros, ojos portadores de lo que sentía, parlantes ojos de mujer que mucho quería decir en tan poco tiempo. Él me miró, alegrándose; y me contagió su alegría. Los dos fuimos felices, como un clamor de júbilo desatado en un instante.

Se volvió para firmar. Me devolvió el libro y balbucí un ¡gracias, por tanto! El tesoro de su dedicatoria lo recibí con extraordinaria avaricia, rumor de enamorada de por medio. Me miró con ternura y desde sus ya ajados ojos, en los que todavía, creo, florece la luz, quise escuchar: ¡Vas bien despachá!

Le sonreí y me incorporé. Tuve un impulso que supe controlar; no me atreví a desnudar la piel, ese último recurso que nos hace diferentes a otros seres. Y aunque la felicidad aún me dura, todavía me duele el beso que no le di. En eso me quedé con las ganas, aunque en lo demás me bailó el alma.

¡Antonio, desde este rincón andaluz que es mi corazón, te quiero!

Escrito por mi ahijada Belén y corregido por mí

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