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miércoles, 6 de septiembre de 2017

LA RETIRADA DEL GENERAL MOORE


LA RETIRADA DEL GENERAL MOORE, EL RÍO DEL OLVIDO Y UN GALÉS QUE REGRESÓ A
POLPERRO, PERO ESTUVO EN ALLARIZ
Me llamo Tristan Sayer. Nací en Polperro Cornwall, un lugar de la península de
Cornualles, en Gales del Sur. Polperro es una pintoresca comuna, situada en la costa sur de Cornualles en el Reino Unido. Polperro Cornwall se encuentra a 11 km de Fowey.

La gente de mi pueblo vive de la pesca en el mar y, hasta que me enrolaron en el
ejército, acompañaba a mi padre a pescar en la pequeña embarcación que era su herramienta de trabajo. Vivíamos de eso.
Polperro está levantado en un precioso valle que conduce a una hermosa bahía.
Polperro es el arquetipo de pueblo costero de Cornish, con sus sinuosas calles bordeadas de casas de campo y un puerto pequeño y lleno de barcos. Es la meca de la pesca de la sardina. También se pesca marisco.

Como he dicho, me enrolaron en una leva cuando tenía 17 años. Nos dijeron que íbamos a luchar contra el todopoderoso Napoleón, en España y que de mí esperaban grandes hazañas.

Como además de pescar me gustaba cazar, tenía una buena puntería. Así que me incorporaron como fusilero en el 23º Real Regimiento de Fusileros Galeses.

Nos llevaron al puerto de Southampton. Allí nos embarcaron en un navío grande. La travesía hasta La Coruña fue bien, no exenta de algunos mareos acompañados de vómitos, que muchos de mis compañeros, no acostumbrados al vaivén de un barco en el mar, padecieron en la travesía.

Veníamos pertrechados con el famoso Rifle Baker y no con el Jägerprusiano. El Baker era un buen rifle, muy eficiente y preciso. El rifle pesaba unos 4 kg, medía 1,16 m, y el calibre era 1.59 cm, como una carabina. La culata era de madera de nogal y tenía una bayoneta de unos 60 cm de larga. Yo podía disparar entre dos y tres proyectiles al minuto, pero muchos de mis compañeros, se vio que no alcanzaban más de uno o, como mucho, dos disparos. Por supuesto las recargas había que hacerlas manualmente; pero yo estaba muy acostumbrado por mi afición, que ya dije antes, a la cacería en Polperro. Yo podía alcanzar un objetivo a unos 500 m aproximadamente, con cierta precisión. Lo normal era unos 100 o 200 metros.

Con este rifle, teníamos ventaja sobre los francotiradores franceses que, todavía, usaban mosquetes.

En La Coruña estaba aguardando nuestra llegada el General Baird. Sir John Moore estaba en Lisboa. Baird recibió la orden de Moore de partir hacia Astorga.

Sir Juan Moore, había tomado la ofensiva con el ejército de su mando. Llegó a Salamanca el 23 de noviembre. Apenas había sentado allí sus reales, empezaron a esparcirse las nuevas de nuestras derrotas, funestos acontecimientos que sobresaltaron al general con tanta mayor razón, cuanto sus fuerzas se hallaban segregadas y entre sí distantes. Hasta el 23 del propio noviembre no acabaron de concurrir a Salamanca las que con el mismo general Moore habían avanzado por el centro; de las restantes, las que mandaba sir David Baird, entre las que yo estaba, unas en Astorga, otras lejos, a la retaguardia. Al parecer, estaban esperando la llegada del General sir John Hope que venía atravesando Extremadura. 

El General Moore recelaba de los franceses, libres de ejércitos españoles, avanzando con su acostumbrada celeridad, y acometiendo a los ingleses separadamente y por trozos; en especial cuando Moore, si bien lúcido en su apariencia, disciplinado, bizarro en la batalla, según oía yo de los oficiales, flaqueaba del lado de la presteza. Motivos eran éstos para contener el ánimo de cualquier general atrevido, mucho más el del general inglés, hombre prudente y a quien los riesgos se presentaban fuertes; porque, aunque oficial consumado y digno del buen concepto que entre sus compatriotas gozaba, adolecía, por desgracia, de aquel achaque, entonces común a los militares, de tener por invencible a Napoleón y sus huestes; juzgaba la causa peninsular de éxito muy dudoso, y por decirlo así, la miraba como perdida; lo cual no poco contribuyó a su irresolución e incertidumbre. Se acrecentaron sus temores al entrar en España, no observando en los pueblos señales extraordinarias de entusiasmo por parte de los paisanos; como si la manifestación de un sentimiento tan vivo pudiera sin término prolongarse, y como si la disposición en que veía a todos los habitantes de no querer entrar en pacto ni convenio con el enemigo no fuera bastante para hacerle fundadamente esperar que ella sola debía al cabo producir larga y porfiada resistencia.

Desalentado y no contemplando en esta guerra sino una lucha meramente militar, empezó a contar sus recursos y los de los españoles; los de éstos habían desaparecido en gran parte con las derrotas; los suyos eran muy inferiores a los de los franceses. Fue entonces cuando pensó en retirarse a Portugal. Tal fue su primer impulso al saber las dispersiones de Espinosa y Burgos. Mas, conservándose aún casi intacto el ejército español del centro, le repugnaba volver atrás antes de haberse empeñado la contienda y de ser obligado a ello por el enemigo. En medio de sus dudas resolvió tomar consejo con Mr. Frere, ministro británico cerca de la Junta Central, quien no estaba tan desesperanzado de la causa peninsular como el general Moore, porque, ministro ya de su corte en Madrid en tiempos de Carlos IV, conocía a fondo a los españoles, tenía fe en sus promesas, y antes bien pecaba de sobrada afición a ellos que de tibieza o desvío. Su opinión, por tanto, les era favorable.

Pero sir John Moore, tuvo noticia, el 28 de noviembre, de la derrota de Tudela. Sin aguardar la contestación de Mr. Frere, determinó retirarse. En consecuencia, encargó al general Baird que se encaminase a la Coruña o a Vigo, previniéndole solamente que se detuviera algunos días para imponer respeto a las tropas del mariscal Soult, que estaba por Sahagún, y dar lugar a que llegase sir John Hope. Se unió éste con el cuerpo principal del ejército en los primeros días de diciembre, no habiendo condescendido, al pasar su división cerca de Madrid, con los ruegos de don Tomas de Morla, dirigidos a que entrase con aquélla en la capital y cooperase a su defensa.

Y ahí me vi yendo hasta Zamora, una región oscura y de poca vecindad. Fue en esta población cuando me integraron en la Brigada Anstruther, en el 20º Regimiento de Infantería y comandada por el coronel Beckwih, y me ascendieron a sargento de una compañía.

Mientras tanto, las noticias que nos llegaban hablaban de que Napoleón permanecía en Chamartín. A Napoleón le preocupaba España, Francia, Europa entera, y más que todo, averiguar los movimientos y paradero del ejército inglés, el nuestro. Avisos inciertos o fingidos le impelían a tomar encontradas determinaciones. Unas veces resuelto a salir vía Lisboa, se aprestaba a ello; otras, suspendiendo su marcha, aguardaba de nuevo posteriores informes.

Pareció al fin estar próximo el día de su partida, cuando el 19 de diciembre, a las puertas de la capital, pasó reseña a 70.000 hombres de tropas escogidas. Así fue: dos días después, el 21, habiendo recibido noticia cierta de que los ingleses se internaban en Castilla la Vieja, en la misma noche, con la rapidez del rayo, acordó oportunas providencias para que el 22, dejando en Madrid 10.000 hombres, partiesen 60.000 atravesando el puerto de Guadarrama. Era, en efecto, tiempo de que atajase los intentos de contrarios tan temibles y que tanto aborrecía.

Moore había enviado hacia Madrid al coronel Graham, a fin de que se cerciorase del verdadero estado de la capital. Mas dicho coronel, sin haber pasado de Talavera, cuyo rodeo había tomado a causa de las circunstancias, se halló de vuelta en Salamanca el 9 de diciembre, y trajo tristes y desconsoladoras nuevas. Los franceses, según su relato, eran ya dueños del Retiro y habían intimado la rendición a Madrid.

Por grave que fuese semejante acontecimiento, no por eso influyó en la resolución de sir John Moore, y el día 12 levantó el campo, marchando con sus tropas y las del general Hope camino de Valladolid, y con la buena fortuna de que ya en la noche del mismo día un escuadrón inglés, al mando del brigadier general Charles Stewart, hoy lord Londonderry, sorprendió y acuchilló en Rueda un puesto de dragones franceses.

El día 14 entregaron en Alaejos al general Moore papeles cogidos en Valdestillas a un oficial enemigo, fusilado por haber maltratado al maestro de postas de aquella villa. Iban dirigidos al mariscal Soult, a quien, después de informarle de hallarse el Emperador tranquilo en Madrid, se le mandaba que arrinconase en Galicia a los españoles y que ocupase León, Zamora y la tierra llana de Castilla. Del contenido de tales documentos, si bien se infería la falta de noticias en que estaba Napoleón acerca de los movimientos de los ingleses, también con su lectura pudieron éstos cerciorarse de cuál fuese en realidad la situación de sus contrarios, y cuáles los triunfos que habían obtenido. Con este conocimiento alteró su primer plan sir John Moore, y en vez de avanzar a Valladolid, tomó por su izquierda del lado de Toro y Benavente para unirse con los generales Baird y Romana, y juntos deshacer el cuerpo mandado por el mariscal Soult antes que Napoleón penetrase en Castilla la Vieja.

Estaba el general Moore ejecutando su movimiento, cuando el día 16 de diciembre se avistaron con él, en Toro, D. Francisco Javier Caro y sir Charles Stuard, enviados desde Trujillo, uno por la Junta Central, y otro por Mr. Frere, con el objeto de evitar la tan temida retirada. Afortunadamente ya ésta se había suspendido, y si las operaciones del ejército inglés no fueron del todo conformes a los deseos del gobierno español, no dejaron, por lo menos, de ser oportunas y de causar diversión ventajosa.

Luego que el general Moore resolvió llevar a cabo el plan indicado, se lo comunicó al Marqués de la Romana. Estaba este caudillo en León a la cabeza del ejército de la izquierda, cuyos restos, viniendo unos por Liébana, y cruzando otros el principado de Asturias, se habían ido reuniendo en Oviedo. En Oviedo y en varios pueblos de las dos líneas que atravesaron los dispersados, cundieron y causaron gran estrago unas fiebres malignas contagiosas. Las llevaban consigo aquellos desgraciados soldados, como triste fruto del hambre, de la falta de abrigo, de los rigurosos temporales que habían padecido: cúmulo de males que requería prontos y vigorosos remedios. Mas los recursos eran contados.

El general Moore dejaba correr los días sin tomar notables providencias y sin buscar medios de que disponer. ¿Quién, en efecto, pensara que teniendo a su espalda y libre de enemigos la provincia de Asturias no hubiese acudido a buscar en ella apoyo y auxilios? Pues fue, al contrario, que, pésanos decirlo, en el espacio de más de un mes que residió en León, sólo una vez y tarde escribió a la junta de aquel principado para darle gracias por su celo y patriótica conducta.

No menos de 16.000 hombres se contaban ya alojados en León y riberas del Esla; pero de este número, escasamente la mitad merecía el nombre de soldados.

Atento a su deplorable estado, y en el intermedio que corrió entre la primera resolución del general Moore de retirarse, y la posterior de avanzar, sabedor Romana de que sir David Baird se disponía a replegarse a Galicia, no queriendo quedar expuesto, solo y sin ayuda, a los ataques de un enemigo superior, había también determinado abandonar León. Lo supo Moore en el momento en que se movía hacia adelante, y con diligencia escribió a Romana, en el sentido de su determinación y de que pensase tomar el camino de Galicia, por el que debían venir socorros al ejército de su mando, y marchar éste en caso de necesidad. Le replicó, y con razón, el general español que nunca hubiera imaginado retirarse si no hubiese visto que sir David Baird se disponía a ello y lo dejaba desamparado; pero ahora que, según los avisos, había otros proyectos, se mantendría en donde estaba.

Continuando el general Moore su marcha, se le unió el día 20 en Mayorga el general Baird, con quien yo iba. Juntas así las fuerzas inglesas formábamos un total de 23.000 infantes y 2.300 caballos; algunos otros cuerpos estaban todavía en Portugal, Astorga y Lugo. Por su izquierda, y hacia Cea, también empezó a moverse Romana con unos 8.000 hombres, escogidos entre lo mejor de su gente. Sentamos el día 21 nuestro cuartel general en Sahagún, habiendo antes deshecho la caballería a 600 jinetes enemigos. El mariscal Soult se extendía con las tropas a su mando entre Saldaña y Carrión de los Condes, teniendo consigo unos 18.000 hombres. Después de haber salido a Castilla viniendo de Santander, se había mantenido sobre la defensiva, aguardando nuevas órdenes. De éstas, las que le mandaban atacar a los españoles fueron interceptadas en Valdestillas; además de que conocedor del paraje en donde estábamos no se arriesgó, con sólo su fuerza, a pasar adelante. Sabedor el mariscal francés que nos movíamos contra él, se concentró en Carrión.

Cuando nos disponíamos a avanzar, en la noche del día 23 recibimos aviso de Romana de que Napoleón venía sobre ellos con fuerzas numerosas. Confirmado este aviso con otros posteriores, no prosiguió su marcha el general Moore, y el día 24 comenzó a retirarse en dos columnas; una, a cuyo frente iba él, tomó por el puente de Castro-Gonzalo a Benavente; y otra se dirigió a Valencia de Don Juan, cubriendo y amparando sus movimientos la caballería.
Napoleón avanzaba según supimos. Los franceses habían cruzado el Puerto de Guadarrama a 9º bajo cero, a lo largo de los días 23 y 24, perdiendo hombres y caballos con el mucho frío, la nieve y la ventisca. Supimos que Napoleón llegó a Villacastín el día 24.

El plan de Napoleón consistía en rodearnos. Pero con tanta penuria y retraso, no pudo por menos que advertir a su Mariscal Soult que, si seguíamos en nuestras posiciones y atacábamos, se adelantase a una jornada de marcha, pues cuanto más nos empeñáramos en avanzar, tanto mejor sería para ellos.

Pero sir John Moore, previendo los intentos de sus contrarios, siguió camino hacia Benavente, y aseguró su comunicación con Astorga. La disciplina, sin embargo, empezaba a relajarse notablemente en las tropas, disgustadas con volver atrás. Así fue como la columna que cruzó por Valderas cometió lamentables excesos, y con ellos y otros que hubo en varios pueblos aterraron al paisanaje que huía. El general Moore afeó la conducta de los soldados; de poco sirvió.

Prosiguieron en sus desmanes, y en Benavente devastaron el palacio de los Condes-Duques del mismo nombre, pero no fue entonces cuando se quemó. El incendio se produjo el día 7 de enero, según informes que llegaron después. Esta columna, que era la que mandaba Moore, después de haber derribado el puente de Castro-Gonzalo, se juntó el día 29 en Astorga con nosotros, que íbamos con el coronel Baird. La caballería permaneció en Benavente, enviando destacamentos a observar los vados del Esla. Engañado a su vista el general francés Charles Lefebvre-Desnouettes, y creyendo que ya no quedaba al otro lado ninguna fuerza inglesa sino aquélla, vadeó el río con 600 hombres de la guardia imperial, y nos acometió impetuosamente. Cejaron éstos al principio, excitando gran clamor las mujeres, rezagados y bagajeros desparramados por el llano que yace entre el Esla y Benavente. El general Stewart tomó luego el mando de los destacamentos ingleses, se le agregaron algunos caballos más, y empezó a disputar el terreno a los franceses, que continuaron, sin embargo, en adelantar, hasta que lord Paget, acudiendo con un regimiento de húsares, los obligó a pasar el río. Quedaron en su poder 70 prisioneros, en cuyo número se contó al mismo general Lefebvre.

Frustrada la primera combinación del Emperador francés a causa de la retirada de Moore, determinó perseguirnos por el camino de Benavente con el grueso de sus fuerzas, mandando al mismo tiempo al mariscal Soult que arrojase de León a los españoles. La destrucción del puente de Castro-Gonzalo retardó del lado de Benavente el movimiento de los franceses; pero del otro se adelantaron sin dificultad, no habiendo los españoles opuesto resistencia.

Ocupaba Mansilla de las Mulas la segunda división del Marqués de la Romana, de la cual una parte se había quedado a retaguardia en el convento de Sandoval para conservar el paso del Esla en el puente de Villarente. Enfermos en León muchos de los principales jefes, no se habían tomado en Mansilla las precauciones oportunas, y el día 29 fue rindiéndose casi toda la tropa, que tan mal custodiaba aquel punto. Desapercibido el Marqués de la Romana, apresuradamente abandonó León en la misma noche del día 29, y los vecinos más principales, temerosos de la llegada del enemigo, tuvieron también que salvarse y esconderse en las montañas inmediatas, dejando, con el temor, hasta las alhajas y prendas de mayor valor.

Romana se unió el día 30 en Astorga con el general Moore, lo cual desagradó en gran manera a éste, que le creía en las fronteras de Asturias. Con la llegada a aquella ciudad de las tropas españolas, desnudas, de todo escasas y en sumo grado desarrapadas, creció el desorden y la confusión, yendo por instantes en aumento la indisciplina por nuestra parte. Hasta aquí se habían imaginado muchos oficiales de este ejército que en Astorga o entradas del Bierzo haría alto su general en jefe, y que, aprovechándose de los favorables sitios de aquella escabrosa tierra, procuraría en ellos contener al enemigo y aun darle batalla, mayormente cuando la insubordinación y el desconcierto no habían llegado todavía al extremo. Pero sir John Moore no veía ya seguridad ni salvación sino a bordo de sus buques; por lo cual dio órdenes para proseguir su camino hacia Galicia y destruir todo género de provisiones que no pudiesen sus tropas llevar consigo. Desde entonces se soltó la rienda a las pasiones, y el ejército británico acabó del todo de desorganizarse. insistía en conservar la cordillera que divide el Bierzo del territorio de Astorga; pero fueron vanos sus ruegos y ociosas sus razones; y a la verdad, por poderosas que éstas fuesen, se debilitaban saliendo de la boca de un general cuyos soldados se mostraban en estado tan deplorable. Forzado, pues, el general español a someterse a la inmutable resolución del británico tuvo, asimismo, que dejarle libre el nuevo y hermoso camino de Manzanal, reservando para sí el antiguo y agrio de Foncebadón.

A las doce del día 31 de diciembre empezamos la retirada, y el español la suya en la misma noche. La artillería del último, que hasta entonces había podido librarse casi toda del continuo perseguimiento de los franceses, tomó, según convenio con el general Moore, la vía de Manzanal, para evitar las asperezas de la otra. Mas no teniendo en cuenta nosotros las órdenes de los jefes, arrancando los tiros de mulas de nuestra artillería, hubo que abandonar algunas piezas y precipitar otras en los abismos de las montañas, perdiéndose así, por la violencia de manos aliadas, unos cañones que a tan duras penas y desde Reinosa se habían conservado libres de las enemigas.

Una división de los nuestros de 3.000 hombres, mandada por el general Grawford, separándose en Bonillos, a una legua de Astorga, del grueso del ejército, tomó el mismo rumbo que Romana, con intento de ir a embarcarse en Vigo. Turbó este incidente la marcha de los españoles, incomodando a todos el hallar casi cerrado con la nieve el paso de Foncebadón.

Se unía a tal conjunto de desgracias, estar capitaneadas las divisiones españolas por nuevos jefes. A tres se había reducido el número. De ellas, la primera, que estaba mandada por el coronel Rengel, fue al amanecer del primero de enero cortada y en gran parte cogida por jinetes franceses en Turienzo de los Caballeros. Las otras, aunque a costa de trabajos, siempre acosadas se enmarañaron en la sierra. Romana no había tratado de prevenir o disminuir el mal con acertadas disposiciones. Dejó a cada división andar y moverse a su aire; y cruzando con su estado mayor y algunos caballos por los barrios de Ponferrada, se metió en el valle de Valdeorras. Allí reunió las pocas reliquias de su ejército que le habían seguido, y situó su cuartel general en la Puebla de Tríbes, dejando en el puente de Domingo Flores una corta vanguardia, que pasó después al de Bibey.

Nosotros, en tanto, por el puerto de Manzanal, continuamos precipitadamente la retirada, repartidos en tres divisiones y una reserva. Iban delante las de los generales Fraser y Hope, seguía la de sir David Baird, donde yo estaba, y cerraba la marcha, con la última, el mismo sir John Moore. Llegamos el día 2 de enero a Villafranca, habiendo andado 14 leguas. Los males y el desconcierto rápidamente aumentaron, ofreciendo un lastimoso cuadro; el tiempo crudo, los bagajes abandonados, las municiones rezagadas, los fuertes y lucidos caballos ingleses desherrados y muertos por sus propios jinetes, los infantes descalzos, los soldados abatidos e insubordinados, y metiéndose muchos en los sótanos de las casas y las tabernas, se perdían de intento y se entregaban a la embriaguez y disolución; fue Bembibre principal y horroroso teatro de sus excesos.

Crueles castigos recibieron los que así se olvidaban de la disciplina y buen orden. Los franceses, corriendo en pos nuestra, y cuando nos alcanzaban igual nos trataban, matando a unos, hiriendo a otros y atropellando a casi todos. Los que de su poder nos escapamos, llenos de tajos y cuchilladas, nos ponía el general inglés como a la vergüenza delante de su ejército, a fin de que sirviesen de escarmiento a sus compañeros.

Napoleón había llegado a Astorga el día 1 de enero. Le acompañaban 70.000 infantes y 10.000 caballos, que este número componían los cuerpos de los mariscales Soult y Ney, una parte de la guardia imperial y dos divisiones del ejército de Junot, las cuales, ya de regreso, iban a pelear contra los mismos con quienes pocos meses antes habían capitulado.

Napoleón no pasó de Astorga, pero envió en seguimiento de las tropas británicas al mariscal Soult, con 25.000 hombres, de los cuales 4.200 de caballería. Tras de éstos caminaban las divisiones de los generales Loison y Heudelet, debiendo todos ser sostenidos por 16.000 hombres del cuerpo del mariscal Ney. Aceleradamente fueron los primeros en busca de sir John Moore, que no conservaba sino unos 19.000 combatientes, menguadas sus filas con los 3.000 que fueron de vuelta de Vigo, y con los perdidos en los diversos choques y retirada.

Entró el mariscal Soult en el Bierzo, dividida su gente en dos columnas, que tomaron una por Foncebadón, otra por Manzanal, avanzando su vanguardia hasta las cercanías de Cacabelos. Nosotros habíamos ocupado con 2.500 hombres y una batería la ceja del ribazo de viñedos que se divisa no lejos de aquel pueblo y del lado de Villafranca. Más adelante, y camino de Bembibre, habían también apostado 400 tiradores y otros tantos caballos, a los cuales hacía espalda el puente del Gua río escaso de aguas, pero crecido ahora por las muchas nieves, y cuya corriente baña las calles de Cacabelos. Venían al frente de la vanguardia francesa unos cuantos escuadrones, mandados por el general Colbert, quien, pensando ser de importancia el número de ingleses que le aguardaba, pidió refuerzo al mariscal Soult; mas, respondiéndole secamente éste que sin dilación atacase, Colbert acometió con arrojo y arrolló a los caballos y tiradores ingleses que estaban avanzados. De éstos los hubo que fueron cogidos al pasar por el puente del Gua; otros, metiéndose por los viñedos de la margen del camino, de cerca y a quemarropa dispararon y mataron a muchos jinetes franceses, entre ellos a su general Colbert. Llegó a poco la división de infantería del general Merle, y aunque quiso pasar adelante, se detuvo al ver la batería que estaba en lo alto del ribazo, y también por la noche, que sobrevino. Aquí hubiera podido empeñarse una acción general. Sir John Moore la evitó, retirándose después de oscurecido.

En Villafranca se renovaron los excesos; fueron robados los almacenes, saqueadas a viva fuerza muchas casas, y oprimidos e inhumanamente tratados los vecinos. El general inglés reprimió los desmanes, mandando también fusilar a un soldado cogido infraganti. Aceleró después su partida, y como la tierra es por allí cada vez más quebrada, y está cubierta de bosques y otros plantíos, no pudiendo la caballería ser de gran provecho, la envió delante con dirección a Lugo. En todo este tránsito hay parajes en que pocas fuerzas pudieran detener mucho tiempo a un ejército muy superior, pues si bien la calzada es magnífica, corre ceñida por largo espacio entre opuestas montañas de dificultoso y agrio acceso. Ningún fruto se sacó de estas ventajas; y encontrándonos con un convoy, no sólo inutilizaron algunos armamentos que de Inglaterra iba para Romana, sino que también, cerca de Nogales, y por orden del general Moore, arrojaron a un despeñadero, en vez de repartírselos, 120.000 pesos fuertes.

Llegó el desorden a su colmo; se abandonaban hasta los cañones y los enfermos y los heridos. En fin, fue esta retirada hecha con tal apresuramiento y mala ventura, que uno de los generales británicos, testigo de vista, afirmó en su narración, «que por sombrías y horrorosas que fueran las relaciones que de ella se hubiesen hecho, aún no se asemejaban a la realidad.»

Dos días y una noche tardamos los ingleses en llegar a Lugo, a 16 leguas de Villafranca; acosados en continuas escaramuzas, hubiéramos sufrido, cerca de Constantin, un recio choque si el general Moore no lo hubiese evitado, haciendo bajar con rapidez la cuesta del río Neira, y engañando a sus contrarios con un diestro y oportuno amago.

Hasta poco antes había permanecido dudoso el general Moore de si iría para embarcar a Vigo o a la Coruña. Informado de las dificultades que ofrecía la primera ruta, se decidió a continuar por la segunda, avisando al almirante de su escuadra, a fin de que los transportes que estaban en Vigo pasasen al otro puerto. Y para dar tiempo a que se ejecutase dicha travesía, y también para rehacer algo su ejército, cansado y desfallecido, determinó pararse en Lugo. Reunió allí todas sus tropas, excepto los 3.000 hombres del general Crawford, que se embarcaron en Vigo sin ser molestados.

A legua y media, y antes de llegar a Lugo, escogió sir John Moore un sitio elevado y ventajoso para pelear contra los franceses, los cuales asomaron el día 6 por las alturas opuestas. Pasó aquel día y el siguiente sin otras refriegas que las de algunos reconocimientos. El mariscal Soult, hallándose inferior en número, no quería empeñarse en ninguna acción antes de que se le uniesen más tropas. Nosotros nos mantuvimos hasta el día 8 sin movernos de la posición; mas, al anochecer de aquel día, pareciéndole peligroso al general Moore aguardar a que los franceses se reforzasen, resolvió partir a las calladas, con la esperanza de que ganando sobre ellos algunas horas, podría así embarcarse.

A las diez de la noche, emprendimos la marcha, que un temporal de lluvia y viento vino a interrumpir y desordenar. Llegamos a Betanzos en la tarde del día 9, en un estado lamentable de confusión y abatimiento. El día 11 dimos vista a la Coruña, sin que en su rada se divisasen los transportes; vientos contrarios habían impedido al almirante doblar el cabo de Finisterre. Por este atraso se veía expuesto el general Moore a probar la suerte de una batalla, causando pesadumbre a muchos de sus oficiales el que se hubiesen para ello desperdiciado ocasiones más favorables y en tiempo en que su ejército se conservaba más entero y menos indisciplinado.

Cerca de la Coruña no dejaba de haber sitios ventajosos, pero en algunos se requerían numerosas tropas. Tal era el de Peñasquedo, por lo que nosotros, los ingleses preferimos las alturas del monte Mero, que se hallaban más próximas a la Coruña. El 12 empezaron los franceses a presentarse del otro lado del puente del Burgo, que habíamos cortado nosotros. Continuaron ambos ejércitos sin molestarse hasta el día 14, cuando los franceses contaban con suficientes tropas. Repararon el puente destruido, y lo fueron cruzando. Por la mañana se había volado un almacén de pólvora situado en Peñasquedo, lo cual produjo un gran estrépito, y por la tarde, habiendo el viento cambiado al Sur, entraron en la Coruña los trasportes ingleses procedentes de Vigo. Sin tardanza se embarcaron por la noche los enfermos y heridos, la caballería desmontada y 52 cañones: de éstos sólo se dejaron, para en caso de acción, 8 ingleses y 4 españoles.

No faltó en el campo británico quien aconsejara a su general que capitulase con los franceses, a fin de poder libremente embarcarse. Desechó con nobleza sir John Moore una proposición tan deshonrosa. Puestos ya a bordo los objetos de más embarazo y las personas inútiles, debía en la noche del día 16, y a su abrigo, embarcarse el ejército.

Con impaciencia aguardaba aquella hora el general inglés, cuando a las dos de la tarde un movimiento general de la línea francesa estorbó el proyectado embarque, empeñándose una acción reñida y porfiada. El mariscal Soult había dispuesto, en la altura de Peñasquedo, una batería de 11 cañones, que apoyaba su ala izquierda, ocupada por la división del general Mermet, guardando el centro y la derecha, los generales Merle y Delaborde, y prolongándose la del último hasta el pueblo de Pelavea de Abajo. La caballería francesa se mostraba por la izquierda de Peñasquedo hacia San Cristóbal y camino de Bergantiños; el total de la fuerza ascendía a unos 20.000 hombres.

Era la nuestra de unos 16.000, que estábamos apostados en el monte Mero, desde la ría del mismo nombre hasta el pueblo de Elviña.

Por este lado se extendían las tropas de sir David Baird, y por el opuesto, que atraviesa el camino real de Betanzos, las de sir John Hope. Dos brigadas de ambas divisiones se situaron detrás en los puntos más elevados y extremos de su respectiva línea. Yo fui en una de esas brigadas. La reserva, mandada por lord Paget, estaba a retaguardia del centro, en Eyris, pueblecillo desde cuyo punto se registra el valle que corría entre la derecha nuestra, y los altos ocupados por la caballería francesa. Más inmediato a la Coruña, y por el camino de Bergantiños, se había colocado con su división el general Fraser, estando pronto a acudir adonde se le llamase.

Comenzó la batalla, atacando intrépidamente el francés con intento de deshacer nuestra derecha. Los cierros de las heredades impedían a los soldados de ambos ejércitos avanzar. Los franceses, al principio, desalojaron de Elviña a las tropas ligeras de sus contrarios; mas, yendo adelante, fueron detenidos y rechazados, si bien a costa de mucha sangre. La pelea se encarnizó en toda la línea. Fue gravemente herido el general Baird, y sir John Moore, que con particular esmero vigilaba el punto de Elviña, en donde el combate era más reñido que en las otras partes; recibió en el hombro izquierdo una bala de cañón, que le derribó por tierra. Aunque mortalmente herido, se incorporó, y registrando con serenidad el campo, confortó su ánimo al ver que sus tropas iban ganando terreno. Sólo entonces permitió que se le recogiese a paraje seguro. Vivió todavía algunas horas, y su cuerpo fue enterrado en los muros de La Coruña.

A mí también me alcanzó una bala que sentí como hierro candente en el cuerpo. Caí derribado y perdí el sentido. A partir de ese momento no sé qué fue lo que pasó.

Después supe que el general Hope, en quien había recaído el mando en jefe, creyó prudente no separarse de la resolución tomada por sir John Moore, y entrada la noche, ordenó que todo su ejército se embarcase, protegiendo la operación el general Hill con sus tropas.

A la mañana siguiente, viendo los franceses que estaba abandonado el monte Mero, y que sus contrarios les dejaban la tierra libre, se adelantaron, y desde la altura de San Diego, con cañones de grueso calibre, que se habían apoderado en las Angustias de Betanzos, empezaron a hacer fuego a los barcos de la bahía. Algunos picaron los cables, y otros que con la precipitación habían varado, se quemaron. Los moradores de la Coruña no sólo ayudaron a los ingleses en su embarque con desinteresado celo, sino que también les guardaron fidelidad, no entregando inmediatamente la plaza.

Así terminó la retirada del general Moore, censurada por algunos de sus propios compatriotas, y defendida y aun alabada por otros. Yo pienso que sirvió de mucho para la gloria y buen nombre del general Moore la casualidad de haber tenido que pelear antes de que sus tropas se embarcasen, y también acabar sus días honrosamente en el campo de batalla.
En todas partes cundió el desaliento y la tristeza. Solo, en pie y en un rincón quedó Romana con escasos soldados.

El Marqués de la Romana partió hacia Orense. Después estableció su cuartel general en Villaza, cerca de Monterrey, trasladándose después a Oimbra. En los últimos días de enero celebró en el primer pueblo una junta militar para determinar lo más conveniente, hallándose con pocas fuerzas, sin recursos, y los ingleses ya embarcados. Opinaron unos por ir a Ciudad-Rodrigo, otros por encaminarse a Tuy; prevaleciendo el dictamen, que fue más acertado, de no alejarse del país que pisaban, ni de la frontera de Portugal.

A mí no pudieron embarcarme. Pienso que me dieron por muerto. Cuando gracias al auxilio de una familia que me mantuvo en su casa un par de semanas pude valerme, decidí partir hacia el sur de Galicia, con el ánimo de poder encontrar algún transporte en Vigo u otro puerto y poder así regresar a Polperro.

Pero una cosa es lo que se desea y otra la que el destino nos tiene reservado a cada uno.

Sin dilación y con un bolsón que me llenaron de viandas aquellas buenas gentes que me socorrieron, partí andando por campos, bosques y peñascos. No paré hasta llegar a un lugar de nombre Allariz. Era un pueblo muy bonito, con un río cristalino y un caserío que invitaba a quedarse. No era grande, pero yo, lo único que deseaba era encontrar paz. Allí creí la hallaría.

Sin saberlo, había seguido los pasos del general Crawford y del Marqués de la Romana, que se fueron a refugiar al Valle de Monterrey, concretamente a Oimbra estableciendo allí, y en el mismo Castillo de Monterrey, su cuartel general y centro de operaciones, siendo el Marqués de la Romana la máxima autoridad militar en Galicia.

Cuando algunos vecinos me vieron, se llegaron a mí. Parecía como si les extrañara mi presencia. Uno preguntó en una lengua que, al principio no entendí muy bien, pero me sonaba, - si yo era francés -. En Gales se habla un celta antiguo, parecido, en algunos giros al gallego. Sí entendí la pregunta y respondí que no era francés, sino galés. Y que había prestado servicio en el ejército británico. Creo que quedaron más tranquilos y no me importunaron.
Uno de ellos me ofreció cobijo en su casa. Fui con él y, cuando penetré en la humilde morada, crucé mi vista con una muchacha de rasgos finos, rubia y sonriente. Se llamaba Rosa y el pelo lo tenía recogido en dos robustas trenzas que la hacían muy atractiva. Su piel era blanca y sus modales muy desenvueltos y graciosos.

En Ourense entraron los franceses a principios de enero de 1809 con 7.000 hombres comandados por el General Marchand, al frente de una división del Mariscal Ney. Esta división perseguía al inglés Crawford aliado de los españoles, y también a los desbaratados restos del ejército del Marqués de la Romana (unos 10.000 hombres en su mayoría gallegos de los que finalmente tan solo quedaron 3.000).

En febrero de 1809, desde Tuy, pasaron los franceses por Allariz (donde tuvieron un campamento provisional en el monasterio de las clarisas e inmediaciones) por Xinzo de Limia y por Monterrey; 23.000 hombres del ejercito del Mariscal Francés Soult, con dirección a la población de Chaves, y con la firme intención de invadir Portugal. Como consecuencia del paso de este ejército, tanto durante la etapa previa de “limpieza de la ruta” como en la propia expedición, es cuando se produjeron los mayores combates y atrocidades en esta zona, por parte de los invasores franceses, según tengo entendido.

En cuanto a Xinzo, se supo que habiendo entrado los franceses en esta villa en el mes de Febrero del año 1809, después de haber sufrido un ataque de parte de los paisanos de la villa, y en el que fueron sacrificados más de 400 lugareños, enojados de que unos hombres indefensos se hubieran atrevido a medir sus fuerzas con las suyas, mataron al capellán, robaron todas las alhajas de plata de la Iglesia y todo el servicio, profanaron los altares, confesionarios, cajones, arcas y hasta las puertas de la sacristía y de la iglesia, reduciendo todo a cenizas.

En la mañana del día 23, las fuerzas acantonadas en Xinzo, organizadas en dos columnas, deciden plantar cara a la división de franceses que los venía persiguiendo desde el día 19, después del choque de los soldados del Regimiento de Voluntarios Catalanes en Taboadela tras el que se replegaron hasta Xinzo.

A mí me volvieron a reclutar, pues una avanzadilla del ejército del general Beresford, que llegaba desde Portugal, al ver que yo era inglés y conocer por mí que había sido abandonado en La Coruña, dado por muerto y desamparado, cuando les di mi filiación y grado militar y que era fusilero de los buenos, me obligaron a seguirles. No opuse resistencia. A fin de cuentas, eran compatriotas míos y no podía negarles mi ayuda. Sin embargo, el teniente que los comandaba cambió de idea y me pidió que quedase en Allariz, al objeto de ayudar a formar la milicia, y que cuando ellos llegasen, ya me incorporaría al puesto que designasen para mí.

Y de nuevo me vi enrolado en el ejército de Su Majestad.

A primeras horas de la mañana, a la salida de Coalloso, se produjeron los primeros enfrentamientos centrados en cortarle el paso a una avanzada de franceses en el puente de la Laguna de Antela. Este paso estaba ocupado por multitud de paisanos y tropa, que peleaban duramente. Los franceses que allí se encontraban, inmediatamente pidieron refuerzos al General que estaba en Allariz, que los envió inmediatamente en número de 1.500 y con orden de ataque. El General de vanguardia hizo marchar al instante la tropa que estaba en Piñeira, hacia Xinzo, a reforzar las avanzadas francesas, mandando a sus edecanes con tropa ligera de caballería y alguna infantería a reconocer las alturas dominantes del camino real. Las avanzadas intentaron forzar el puente con todo su ímpetu, por tres veces, y por tantas otras fueron rechazadas con pérdida considerable, tanto de los que lo guardaban, como de los paisanos y algunos voluntarios que estaban parapetándose en los vallados y tapias de las dehesas de la laguna, habiendo tomado posición en una altura que dominaba las avenidas del puente.

Algunos soldados de caballería intentaron vadear el río (de la laguna), pero como las aguas iban crecidas y no conocían el puerto, perecieron bastantes en la acción, muertos a balazos.
Los franceses, llegados a este punto desde Allariz donde se encontraban unos 6.000 hombres, y de Piñeira de Arcos, brigadas de infantería y de caballería, sumando cerca de 5.000 hombres, por cuanto superaban en mucho el número de los paisanos, que atacaban en emboscada, yendo por delante los soldados del Regimiento de Voluntarios Catalanes, que se encontraban en esta plaza, tras replegarse de Taboadela acompañando a Cachamuiña y Junín, (quienes también participaron en la batalla de Xinzo) en tránsito de Oímbra para Orcellón.

En una segunda línea permanecían las fuerzas bajo las órdenes del coronel don Martín Henríquez Sarmiento, Marqués de Valladares, mandadas por el Capitán Domínguez; la mayoría civiles y paisanos.

Tras varias escaramuzas, el general francés mandó atacar a la caballería por diferentes puntos. Creyéndose superados, los paisanos abandonaron sus posiciones y en su vista atacó de firme la infantería gala el puente, que ganó con bastantes pérdidas, persiguiendo a los paisanos que huían. Degollaron a muchos. Los que fuimos más atrevidos, parapetados en las tapias, hicimos mucho destrozo y carnicería en los franceses.

Pasado el puente, los franceses, formados en columna esperaron a la caballería, para resistir el fuego de los parapetados, entre los que me hallaba yo. En este avance las bajas fueron muy numerosas en ambos bandos. Hacia medio día, se replegaron los gallegos y yo con ellos, por la Laguna, llegando hasta el Monte de Baronzas donde, en la ladera llamada Carballas, en el Cerdeiro, a primeras horas de la tarde, se produjo otro encarnizado enfrentamiento. Acabó esta lucha cuerpo a cuerpo, enfrentando de forma desigual a franceses y españoles; los españoles, mal armados, muchos sin bayoneta, que suplían con palos y machetes. Aquello se convirtió en una persecución sangrienta.

Dispersos y huidos los Limiaos, los franceses entraron en la villa de Xinzo, arrasando con todo lo que encontraban a su paso. Una vez que estuvieron en el pueblo, vencieron la resistencia que los pocos vecinos que quedaban oponían heroicamente alrededor de la Iglesia Vieja, donde se produjo una nueva masacre, pasando a cuchillo y fusilando a hombres. mujeres y niños. Acabada la jornada, se dieron al saqueo de las casas de Xinzo, donde ya no había vecino alguno.

Asegura el bagajero de Sandias que estuvo presente en tales circunstancias, que en su vida lloró ni tuvo mayor sentimiento que en aquel entonces, al oír las voces de los heridos.

Los siguientes días, fueron los gallegos recogiendo y enterrando a sus muertos. Muchos de ellos quedaron en los propios campos de batalla esparcidos por la llanura, o en el campo de Carballas en el Cerdeiro. Otros fueron enterrados en un camposanto improvisado en la entrada de Xinzo, en Villasana. Y otros, los menos, fueron enterrados en los cementerios o en las iglesias de sus respectivas poblaciones.

Apenas dos meses más tarde, el 18 de mayo de ese mismo año, las tropas francesas regresaron a Galicia por o Couto Mixto, Calvos de Randin y Porquería, con dirección a Allariz, donde pernoctaron de paso para Ourense, derrotadas y harapientas. Venían de Portugal, donde recibieron un severo castigo que les causó más de 8.000 bajas. Este ejército en retirada era perseguido por Beresford, que entró en Chaves la madrugada del día 17. Durante la mañana del 18, lanzó las brigadas Tilson y Bacelar por la carretera de Chaves para Monterrey para dar caza al ejército francés. «Con la esperanza de que Soult después de pasar la “Serra do Xeres”, pudiese tomar la carretera Monterrey, Xinzo, Allariz y Orense.

Pero el Mariscal no tomó este camino: Se mantuvo, en la ruta, a la izquierda de la línea en la que Beresford orientó su persecución». Estas fuerzas inglesas, llegaron a Xinzo de Limia el 19 de febrero, cuando Soult estaba ya en Ourense.

Y así, más o menos, pasé dos años en España. No quise hacer ningún amigo, pues estando en guerra, lo peor que te puede suceder es que, los amigos que uno hace en un frente de batalla, si mueren, mueres con ellos, aunque uno se quede aquí.

Pero sí conservo el recuerdo de Rosa, aquella bonita muchacha de trenzas rubias y piel blanca que, junto a su familia, me ofrecieron cobijo, cariño y, sobre todo, palabras. Después he sabido que los gallegos no son de mucho hablar. Conmigo no pasó eso.

Regresé a Polperro Cornwall y allí terminaré mis días.

Tomé mujer, Agnes, muy bella y hacendosa que es la mejor compañía que he tenido en mi larga vida. Ya estoy viejo, pero sigo recordando aquellos años juveniles en los que aprendí muchas cosas, sobre todo una: la guerra no es buena para nadie, aunque el patriotismo obligue a matarnos los unos a los otros. En Polperro Cornwall soy feliz. Agnes me ha dado tres hijos que ya son crecidos y dedican su vida a otras cosas distintas a la pesca.


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