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miércoles, 6 de septiembre de 2017

IFIGENIA SEGUNDA PARTE


1

El viento no se hacía sentir. Los barcos seguían varados. Sin embargo, una corriente profunda hacía llegar sin dificultad otros barcos que llegaban de fuera hasta el fondeadero.

Se hicieron sacrificios a los dioses, pero de nada servía. Yo iba camino de Áulide; debía estar donde mi supuesto padre Agamenón me quería. Sentía por mí un amor de verdadero padre y creo que, aun sabiendo yo que mi madre era otra y no su esposa Clitemnestra y mi verdadero padre Teseo, hubiese sentido por mí el mismo sentimiento. La verdad sea dicha, yo no conocía a Teseo; y de Helena sólo sabía lo que de ella se hablaba por todas partes, que era como una diosa en cuanto a su extraordinaria belleza.

Tetis, madre de Aquiles, ante tanta calamidad estaba preocupada. Un día fue al palacio en el que Poseidón pasaba su aburrimiento. Tenían buenas relaciones. No le fue difícil llegar hasta el dios, y como pidió que del asunto que quería hablar fuese estrictamente confidencial, por librarse de espías, el dios se la llevó por la mar: el carro de los tritones emergió a la superficie en unas lejanas islas.

Hablaron y ambos reconocieron que tenían prohibido intervenir en el conflicto por orden de Zeus. Pero su amor de madre podía más. Conocía a Aquiles y sabía que, si no había guerra, su hijo quedaría atrapado en la tierra de los mirmidones para el resto de su vida, sin honor y sin gloria alguna.  

El dios no sabía qué contestar. Tetis le suplicó que enviase una corriente marina para que los barcos pudiesen salir a navegar. Poseidón dijo que Zeus, si había prohibido la intervención del Olimpo, era porque conocía la impotencia ante lo que estaba sucediendo. Señaló que Zeus no había sido sincero, pero no lo fue para no alarmar al revolucionado Olimpo de los dioses.

Tetis no entendía lo que Poseidón quería decirle.

Poseidón continuó y dijo que, en otro tiempo, el poder que los dioses tenían sobre el mundo era posible, pero ya no. Se mesó los cabellos. Dio un suspiro, y contempló el vaivén de las olas; estaba melancólico. 
  
—Hace mucho tiempo —continuó— se me dio todo el poder sobre los mares y sobre cuanto en ellos vive, y sobre las naves que los surcan y los vientos que los alteran; nada se movía en las aguas sin mi voluntad, y si yo me olvidaba de mi reino, los mares quedaban quietos. 

Un día empecé a cansarme. Tomé esposa, tuve hijos, y hallé en el adulterio una jocosa diversión. Me aburría el ejercicio del poder. Un día descubrí que mis hermanos y mis padres, estaban en idéntica situación. Nos reunimos, y Urano confesó que hacía ya bastante tiempo que se había desentendido de los astros. El cielo se movía por sí mismo, sin que fuera preciso su intervención. Lo había conseguido dejando que cada cosa viviera por su cuenta, dándole poderes para ello. Y fue cuando repartimos instintos, inteligencia, afinidades y libre albedrío. Los hombres vivían por sí solos, como los animales y las plantas. Y le dimos la espalda a todo. Nos dedicamos a partir de ese momento a vivir nuestras vidas, hasta el punto de que olvidamos nuestro poder, que era nuestro deber. Y el día que quisimos ejercerlo, las cosas no nos obedecían. Se habían independizado de nosotros.

Poseidón suspiró y dijo a continuación:

- Pero todavía puedo conocer cosas. Cuando el Bóreas se haya enfriado, habrá una corriente. Con ella desaparecerá la calma. Tus amigos los aqueos, y con ellos tu hijo Aquiles, tendrán viento favorable para la navegación.   

Sobre las islas flotaban unas dispersas nubes. En la voz de Poseidón había un acento amargo.

2   

Lo que no sabía Poseidón era que los misterios de la creación, habían dejado de serlo para los hombres. Su apartamiento del mundo le había llevado a la ignorancia de que una panda de oportunistas llamados adivinos se entregaba, desde hacía tiempo, a la indagación de los secretos cósmicos, y muchos de ellos se atrevían a escudriñar los enigmas divinos. Y Calcas pertenecía a esa inquieta raza de los adivinos jonios, y averiguaba, por conjeturas y experiencias, los cambios atmosféricos. Sabía que, por muchas hecatombes que se ofrecieran a los dioses, sobre la isla de Áulide permanecería la calma. Esto le daba un gran poder sobre los hombres. Sonreía, sobre todo, cuando eran Aquiles o Agamenón los suplicantes. Entonces Calcas, sentado en el trono de las adivinaciones, parecía un dios altivo. 

Y llegó a decir que ¡una voluntad divina se nos opone! No sé quién es. Presiento que un gran pecado ha levantado su cólera. Mientras no sea satisfecha con un sacrificio, la flota aquea permanecerá en este lugar.   

El aire seguía inmóvil como un pájaro muerto, a pesar de los muchos sacrificios que celebraban.   

Con todo, Calcas no estaba satisfecho de sí mismo. Se reprochaba su gran falta de imaginación, que le impedía aprovechar aquella coyuntura en su beneficio; y soñaba conmigo, para él inaccesible, pero que le hacía disfrutar de lúbricos sueños consoladores.

Una noche, Diana se le metió en el sueño: buscaba dar libertad a su apasionado pecho, cada vez más celoso y cada vez más oprimido por las divinas limitaciones. Y hurgando en la oscura espiritualidad de Calcas, comprendió que aquel tipejo ateísta podía ser un aliado magnífico. 
  
La diosa, a causa de su pasión por Aquiles, había quedado incapacitada para todo juicio moral, hasta el punto de no ver que, aliándose con Calcas, cometía una indignidad. Pero el amor es ciego hasta para los dioses.

La diosa comprendió, y, al comprender, se determinó inmediatamente a la acción, limitada de momento a una sencilla operación: vio que en el interior de Calcas existían dos asuntos independientes; uno, muy antiguo: su resentimiento contra los militares; el otro, muy reciente: su despecho celoso contra mí.

Diana relacionó sentimiento y celos mediante mi persona, en la que convergían, de una parte, los amores de Agamenón y Aquiles; de otra, los celos del adivino, y aun de una tercera, la vieja cuestión de honor que Menelao tenía pendiente con su esposa. La operación fue muy sencilla para Diana.

La reacción de Calcas no fue tan simple. Se sintió sacudido y despertó sudoroso. Ya despierto, se sorprendió de que su sabiduría pudiera haber alcanzado semejante conclusión. No durmió más aquella noche.

Menelao, por político y cobarde, era bastante escéptico: aquellas vaguedades de Calcas sobre el enojo de un dios le parecían estúpidas. Pero tenía a Calcas por hombre listo, por un embaucador apercibido que vivía de la fe ajena. Una noche fue a verlo. El adivino estaba desnudo. Su tienda estaba patas arriba, cada cosa había sido colocada de cualquier modo, no como solía presentar un meticuloso orden; Calcas, tumbado sobre el camastro, parecía un zorro viejo descansando. Menelao le preguntó qué decían los augurios.

Y Calcas respondió al rey de Esparta que decían calma, y por mucho tiempo.
   
Menelao miró hacia el suelo y dijo: hacia el equinoccio suele haber cambios, ¿no? Es lo normal. Y para eso sólo falta una semana o dos. Quieres decirme, Calcas, ¿a qué viene eso del dios enojado y lo del sacrificio?   

El adivino dio una vuelta en el camastro. Luego dijo:
   
—¿Te gustaría deshacerte de Ifigenia? Porque eso es lo que piden los dioses: la muerte de Ifigenia. Tu supuesta sobrina, pues en realidad es la hija de Helena y de Teseo. Sería una buena jugada, ¿no crees?, responder a Helena, una vez rescatada, cuando preguntase por su hija: «Hubo que sacrificarla a los dioses. No había viento en Áulide…»

Menelao respondió: Sí. Sería una astuta jugada.   

Calcas se irguió en el lecho y dijo: mañana interrogaré a los oráculos por mandato de Agamenón. Ya sabes cuál será la respuesta.  
 
Menelao respondió: Puedes dar a mi hermano la respuesta que quieras, en la seguridad de que yo no he de contradecirte.
   
Una hermosa luna iluminaba la isla. La voz de los centinelas se oía dando sus alertas.
   
Diana había espiado. Había oído la conversación. Había sabido con júbilo creciente que también Menelao colaboraba en la satisfacción de su venganza.

La diosa se sintió escandalizada por el desarrollo de los acontecimientos del día siguiente, a los que ella había dado pie. A fin de cuentas, era una inmortal y los sentimientos morales la machacaban; sentíase culpable, irritada. No veía claro que yo estuviese destinada a tamaño disparate. Así que se dijo: «Iré a que Aquiles me compare con Ifigenia, y si me prefiere, entonces evitaré las calamidades que amenazan a la muchacha. ¡Pero si la sigue amando…!»   

Fue a la tienda de Aquiles. El Pélida dormía, y por su sueño andaba yo. Andaba en forma de recuerdo, pero Diana lo tomó por deseo o esperanza. El recuerdo se refería a la glorieta de Afrodita: por su césped yo corría. «¡No me alcanzas, no me alcanzas!», gritaba, infantilmente; y alrededor de la estatua huía de Aquiles. Diana, entonces, se metió en el sueño y detuvo al Pélida. «Déjame, no me importunes», gritó él. Diana, no obstante, le retuvo de una mano mientras con la otra se soltaba el manto. «Detente un momento y mírame», dijo. Aquiles procuraba apartarla: yo había huido de la estatua al bosque, y desde él seguía gritando: «Después, después. Ya te veré después». Diana se iluminó con su propia luz, hasta parecer una maravillosa escultura dorada, toda de luz labrada. «No insistas», dijo el Pélida. Y soltando su brazo se introdujo en la sombra. Yo gritaba: «No me encuentras, no me encuentras», hasta que, al encontrarme, rio y me besó. Diana aplacaba su ira. Esperó a que su corazón se sosegase, y entonces juzgó. Y su juicio fue tremendo.
   
- ¡Juro por la Noche que esa muchacha no será tuya!   

Salió del sueño, y antes de partir contempló al Pélida durmiente. Después tomó determinaciones. 
  
Buscó la tienda de Agamenón. El Rey de los Hombres dormía y en sueños me recordaba: corría también por el jardín, aunque diurna y vestida, y mis juegos eran absolutamente inocentes. Agamenón me contemplaba, feliz, en su paternidad.
   
Diana se le apareció en el sueño. Al verla, el ceño de Agamenón se contrajo en un espanto; no estaba acostumbrado a la visita de los dioses, y sentía por ellos un devoto terror. «¿Qué quieres?», preguntó balbuciente. Y Diana le respondió: «La vida de Ifigenia. Me ha ofendido, y mientras no aplaques mi cólera, las naves de los aqueos permanecerán en Áulide». Agamenón dio un grito y despertó —un grito tremendo, que hizo acudir a algunos servidores.   

—Id, y traedme a Calcas, el adivino. – dijo.

Mientras Calcas llegaba, fueron viniendo los reyes y los héroes, atraídos por el grito. Preguntaban, y sólo les respondía el silencio: Agamenón, sentado, la cabeza entre las manos parecía vencido.   

Agamenón rompió el silencio cuando tuvo ante sí a Calcas, restregándose los ojos.
   
—Quiero que consultes los augurios, o leas en tu bola, o interrogues a los dioses del Infierno; pero aclárame inmediatamente qué sacrificio se exige de nosotros para continuar el viaje.  
 
Menelao sonrió.

Calcas echó sobre los hombros el manto, se hincó de hinojos ante la bola mágica y comenzó toda clase de visajes preparatorios. Obraba con la mayor seriedad, y poco a poco su rostro se alteraba, como si una fuerza irracional se apoderase de su ánimo. Sus conjuros, al principio precisos, eran ahora confusos, surgiendo de una boca espumosa.
   
—¡No me atrevo a decirlo, Agamenón! —bramó por fin—. ¡Es terrible la exigencia de los dioses! ¡Sé tú mismo quien la veas en la bola! 
  
El Rey de los Hombres se acercó y vio claramente la misma faz que le había hablado en sueños: la terrible Diana cazadora; y después, la piedra de un altar, y sobre ella, dispuesta al sacrificio, el cuerpo desnudo y blanco mío. Agamenón, de una patada, echó a rodar la bola, que se estrelló contra una piedra. Una terrible blasfemia salió de sus labios. Agamenón, con el desahogo que le daba el juramento, se volvió a los presentes.
   
—Se tratará del caso en el ágora de reyes, mañana, a primera hora. Y puso un ceño significativo de mal humor, con lo que todos se marcharon.

Concluida su misión, Calcas se encaminó a su rincón, dispuesto a seguir durmiendo. Y no buscaba el sueño por el cansancio, sino con la esperanza de ser feliz soñando. En el fondo, aquel terrible adivino no era más que un pobre viejo rijoso. 
  
  
El ágora se congregó al rayar del alba, en un claro entre los pinos del bosque, allí donde Diana tenía su altar. Estaban todos, además de Menelao, el ofendido. Estaba Aquiles; el astuto Ulises, y el elocuente Néstor. Estaba Ayax, eminente entre los valerosos; estaban Idomeneo y Yálmeno, Diomedes y Anfímaco, Ascanio y Polipetes, y todos de la espléndida caterva, todos de nombre sonoro y lleno de sugerencias. Casi no cabían en el redondel. Esperaban un espléndido espectáculo: se había divulgado la exigencia de los dioses y aunque en su mayoría estaban dispuestos a admitir mi sacrificio, hallaban natural que el dolor de mi padre se expresase públicamente con trágica dignidad. Había en ellos cierta expectación contenida por la importancia del asunto. Hablaban quedo y discreto, sin que el rumor alterase el silencio de la alborada. ¡Admirable silencio!

Al mismo tiempo que el sol en el espacio, irrumpió en el corro Agamenón —los primeros rayos alargaron su sombra hasta rozar la rompiente de las olas: ¡gigantesca sombra heroica, sombra tremenda, envidia de los inmortales, que por definición no tienen sombra! La de Agamenón casi vivía por sí misma, casi ella sola parecía capaz de incorporar un personaje de tragedia. Pero sólo en la sombra fue heroico, sólo la sombra se alzaba sobre el coturno, sólo el brazo en la sombra alcanzó un verdadero estilo trágico. Porque Agamenón venía airado, nervioso, presa de agitación. Y dijo:  

—No estoy dispuesto a tolerar que los dioses se metan en mi vida. Y si hay que renunciar a la guerra, seré el primero en emprender el regreso. Pero me opongo al sacrificio de mi hija. 
  
Miró en torno, retador, y añadió:  
 
—Porque no alcanzo a comprender la relación entre mi hija y los vientos favorables. No hay quien me convenza de que, matándola, iremos viento en popa. De manera que sobran discusiones. Y el que no esté conforme, que marche solo a Troya, o que me lleve la contraria, si le sobra valor.
   
Su mirada se clavó en Aquiles. Había en ella un mensaje hostil que todos comprendieron, y, por comprenderlo, temblaron: porque jamás se habían enfrentado tales fuerzas.

Aquiles se levantó. La roja capa le caía en hermosos pliegues. Su barba se adelantaba, decidida, como tajamar de ajenas voluntades. Parecía un huracán que se hubiese contenido para hacer, después, su explosión. Anduvo con medidos pasos, pero seguros, con la mano en la espada, una postura preñada de amenazas. Muy erguido, dueño de sí, señor de la situación. 
  
Y Aquiles habló. Habló con voz tan firme, tan segura como su ademán. Habló y dijo:

—Estoy de acuerdo, Agamenón. Sacrificar tu hija al capricho de los dioses me parece una estupidez y un crimen, un crimen completamente innecesario y horroroso. 
  
Calcas no estaba presente. Pero los héroes del ágora ignoraban los trapicheos de Aquiles. Los ignoraba Menelao, los ignoraba Ulises; y como todos ellos los ignoraba Agamenón. Incluso las divinidades, no estaban enteradas. La sorpresa fue grande. El propio Rey de los Hombres no estuvo a la altura de las circunstancias. Fue tardo en la réplica. El abrazo que dio a Aquiles se retrasó para que la escena fuese perfecta. Medio minuto: una pausa que se llenó de estupor. Pero la verdad fue que los héroes, uno por uno y todos a la vez, agacharon la cabeza, silenciosos. Hubieran protestado de buen grado; pero, en el fondo —excluido Menelao—, la perspectiva de no ir a la guerra, donde tantos habían de morir, les agradaba. 
  
El sol había salido. El mar lucía como un inmenso zafiro. Pero la asamblea, ajena al paisaje, se deshizo como si hubiera llovido. En el medio del ágora, como mástiles erguidos, Aquiles y Agamenón permanecían.  
 
  
La noticia recorrió el campamento. A los pocos minutos todo el mundo lo sabía, y en los corrillos de soldados se comentaba la decisión del jefe y el apoyo inesperado que Aquiles le había prestado.

Yo había despertado el deseo en todos —no sólo en Aquiles, no sólo en Calcas—; los soldados sabían que era un deseo inútil, un anhelo vano, porque la hija de Agamenón era inaccesible. Me habían contemplado, y reprimiendo el deseo habían deducido que era injusta la inaccesibilidad de una muchacha sólo por ser la hija del monarca. Al saberse que los dioses reclamaban su vida, todos —menos Patroclo— habían pensado: «Bien está. Si no ha de ser mía, que no sea de nadie». Y, ahora, la negativa de Agamenón despertaba sus pasiones, porque todavía Ifigenia podía ser de alguien —de alguien que no fuera un soldado: de Aquiles, por ejemplo.  
 
Y, aunque no parezca demasiado lógico, en todos los corrillos se concluyó que el Atrida hacía mal en negarse al sacrificio de su hija.
   
Entre los dioses hubo opiniones dispersas, porque unos sostenían que, pese a ser un fraude de Calcas la supuesta exigencia de los dioses, había desobediencia formal; y otros, por el contrario, argumentaban que precisamente por ser un fraude no había desobediencia ni blasfemia. Y la discusión fue tan larga y tan revuelta, que por una temporada se olvidaron de la guerra y de los hombres.

  
Calcas estaba sentado a la puerta de su tienda rodeado de aduladores, a quienes con mayor facilidad embaucaba. Recibió la noticia con frialdad. Escuchó los comentarios. Dejó que Menelao se despachase a su gusto. Y, por último, habló: 
  
—Es lamentable la actitud de Agamenón. Los dioses pueden vengarse. Y ¿cuál será su venganza? ¿El hambre? ¿La peste? ¿Las muertes misteriosas? ¡Echémonos a temblar! Una desgracia grande nos amenaza. Agamenón juega con el Estado. 
  
E imaginaron el campamento como un conjunto de famélicos fantasmas que ya no puede ni quemar dignamente a sus muertos.  
 
Media hora después, todo el campamento imploraba.  
 
—¡Una desgracia muy grande nos amenaza!   

En la isla gemía de terror la tropa, como si un viento negro del Averno hubiera soplado sobre todos. Agamenón, viendo tan baja la moral de sus soldados, llegó a preocuparse. Contempló el horizonte. Miró a Aquiles. Ambos sabían que yo no estaba en la isla, pero se esperaba mi llegada.  
 
—Y tú, ¿no pides nada? – Preguntó Agamenón. 
  
Aquiles dejó que su mirada resbalase por las cosas cercanas y respondió: Quiero casarme con Ifigenia.   

6  
 
Llegó una noche caliente y perfumada, hecha para el placer, no para las lamentaciones. Se oían en el campamento los cánticos de expiación, y de las aras sagradas subía al cielo el humo oloroso y espeso de las ofrendas. Bueyes, carneros, ovejas vírgenes fueron sacrificados a la cólera divina.
   
Contemplando tanto derroche, Calcas, desde su tienda, sonreía. Esperó a que el temor y la oración hubiesen agotado los espíritus. Y cuando sólo el rumor de las olas y el crepitar de los leños ardiendo interrumpían el silencio, fue, sigiloso, hasta el templo de Diana, a cuya estatua arrebató el arco y las flechas de plata.
   
Después, con cautela, alcanzó los límites del campamento. Cerca de él vigilaba un centinela: ¡un mozo espartano, hermoso! Esperó la mejor coyuntura, apuntó y disparó. La flecha se le clavó en el corazón. Calcas lo vio caer. Siguió reptando entre las matas, hasta llegar frente al segundo centinela. Lo mató también. Y así toda la noche. Cuando se le acabaron las flechas, ya no había centinelas.

Calcas regresó a su tienda y se echó a dormir. Diana le esperaba, inquieta. Viéndolo satisfecho, sonrió y le gratificó con agradables sueños. 
  
La alborada descubrió el horroroso espectáculo: las flechas de Diana clavadas en tantos corazones jóvenes. Un terror de ultratumba estremeció a los aqueos. El propio Aquiles tembló. Únicamente Menelao sospechó la verdad de la venganza divina, y se regocijó en su corazón de que su aliado hubiera hallado tan eficaz remedio.
   
—¡Está claro —clamó en medio de la gente— que no podemos hurtar a los dioses la sangre que nos piden! ¡La vida de Ifigenia a cambio de nuestras vidas! ¡Mi hermano Agamenón ya no puede negarse, y si se niega, le quitaremos el mando, porque desentenderse de la voluntad popular es tiranía!   

Y Ulises, el prudente, respondió: 
  
—Vayamos todos a la presencia de Agamenón, pero vayamos con respeto.    

Marcharon al encuentro de Agamenón. Sus cánticos conmovían. Eran en verdad patéticos y tristes. Si los dioses tuviesen corazón, sólo por no oírlos hubiesen deshecho aquel barullo.
   
Pero los dioses seguían discutiendo sobre si Agamenón y Aquiles habían blasfemado; y el debate era el cuento de nunca acabar. Así la procesión lamentable recorrió la isla y llegó al lugar donde el Atrida, cargado de pesadumbre, la esperaba.
   
  
Allí habló Menelao, como mayor en jerarquía.
   
—Ya ves, hermano, como tus palabras de ayer ofendieron a los dioses. Dos docenas de nuestros mejores soldados han caído, asaeteados por las flechas de Diana. No venimos a exigirte, sino a pedirte que medites el alcance de tu determinación. Eres el jefe, y nosotros obedecemos. Pero, si persiste tu voluntad, ¿cuántos de tus soldados te arrebatará la noche? ¿Y serán sólo soldados? ¿No buscará Diana blanco para sus flechas en pechos eminentes? El mío, o acaso el tuyo. Henos aquí, Agamenón, con el olivo de la súplica, implorando piedad para nuestra posible muerte.
   
Calló Menelao, y Agamenón no dio muestras de responderle. Entonces surgió Calcas, y habló también al ver que las palabras de Menelao quedaban sin respuesta; se sintió empujado a la oratoria. Cuando se abría paso entre las filas calladas de suplicantes; cuando, frente al Rey de los Hombres se detuvo y levantó el brazo en conveniente ademán, Calcas sabía que iban a pronunciarse ciertas palabras en cuyo hueco se encerraba el futuro del mundo.
    
Hubo, un movimiento de sorpresa ante su osadía, pues sólo a requerimiento del pueblo debería haber hablado. Pero su audacia, su desenvuelta decisión, la solemnidad de su ademán trocó de sorprendida en anhelante la expresión de los espectadores; si no fue Agamenón, que se mantenía hermético y silente. 
  
—Agamenón —increpó Calcas— me precede la fama como el más clarividente de todos los aqueos. Todos sabéis que los dioses me favorecen con sus revelaciones, y de alguno de ellos es mi boca único intérprete en el mundo de los mortales. Yo te aseguro, Agamenón, que mis palabras presentes son el dictado de ese dios (callo su nombre por respeto y prudencia) que tiene puestas en nosotros, sus mejores esperanzas. Anoche se presentó ante mí, y a mi sabiduría entregó el secreto de los siglos. Y te aseguro, Agamenón, que mientras lo hacía, mientras la historia del pueblo griego se desarrollaba ante mis ojos asombrados, comprendí que jamás me sería dado contemplar semejante maravilla.

Calcas, envolviéndose en la túnica, continuó:   

—La aventura esplendente de nuestra historia se iniciaba ante los muros de Troya: muros humeantes, abrasados y derribados por nuestra venganza. Campeones degollados, mujeres pisoteadas por nuestros caballos, el saqueo de los templos, la ciudad devastada, los supervivientes esclavos nuestros, y, por encima de todo, triunfante, tu bandera, Agamenón, clavada en lo más alto de la torre más alta, como un desafío. Príamo derrocado y muerto. Y, en la playa, las cóncavas naves dispuestas a marchar, cargadas de botín y de triunfo, que se hundían más abajo de su línea de flotación.
   
El ejército harapiento detenido en Áulide, regresaba rico y glorioso: delante de sus naves las proas iban trazando los comienzos de un porvenir espléndido. ¿El monopolio de todas las riquezas? No, Agamenón. No es de la riqueza el germen que encierra la sangre de Ifigenia. Sino de algo superior. Algo que hemos presentido, que yo mismo no hubiera podido adivinar si no me lo revela un dios generoso: ¡Grecia será algo más que un país rico! ¡Grecia será la cultura, y sólo por eso su recuerdo será respetado por los hombres hasta que el tiempo se extinga! ¡La cultura! Todo eso: ¡poesía, pensamientos, filosofía es lo que ofrecerán al mundo tus descendientes! Tu nombre y los nuestros, sólo porque con nuestro esfuerzo se hizo posible. Con nuestro esfuerzo y con la sangre de Ifigenia como precio. 
  
Hizo un breve silencio, y después continuó:

—Me mostró el dios también el reverso del brillante ejército. No es Troya, sino Áulide, el punto de partida. Si Ifigenia, arrebatada a la muerte por tu propia voluntad, regresa un día a Grecia, las proas de los barcos irán abriendo camino, no a la gloria sino a la vergüenza. Con Ifigenia, contigo, regresan los pocos sobrevivientes a la cólera divina, famélicos, maltratados, deshonrados. Esta isla quedará cubierta de helenos insepultos. Y a la postre, ¿qué? ¿Cuántos de nosotros alcanzarán la patria? ¿Y para qué? ¿Para ser burlados de niños y mujeres? Eso, burlados. Lo que el dios me mostró fue la burla de los que aguardaban, de los que vieron partir la escuadra y dijeron a sus hombres: ¡con el escudo o sobre el escudo! Tus propios hijos, Agamenón, se avergonzarán de ti, por tu cobardía.

Calcas había concluido.
   
Pero el Atrida no dio tampoco muestras de responder.
   
Todos se miraron entre sí, y muchos pensaron en la conveniencia de atajar ciertas ideas en cuanto se resolviese el jaleo de Ifigenia.   

Por fin Agamenón respondió. Sus ojos, hasta entonces fijos en el césped, se pasearon por los congregados como preguntándoles: «¿Hay alguien más que desee hacer uso de la palabra?». Nadie, al parecer, se sentía empujado a la oratoria, o quizás Agamenón en movimiento fuese más espantable que Agamenón estático. Aunque verdaderamente su figura no tenía nada de espantable. Era como si le hubiesen limado las aristas o como si el dolor le hubiese dulcificado. 
  
—¿Queréis decirme, soldados —y su voz temblaba, conmovida—, por qué los dioses, por qué la civilización, por qué el Estado han de reclamar la sangre de mi hija? ¿Hay alguno entre vosotros, tú, Menelao, y tú, Calcas que puedan explicármelo? Si así es, yo os emplazo a que lo hagáis. 
   
Miró alrededor: ni Menelao, ni Calcas se movieron. 
  
—No podéis explicármelo —continuó Agamenón—, porque es inexplicable; pero también irracional, también injusto.

Hizo un silencio, respiró calmoso y continuó: 
  
—Calcas me asegura que el porvenir de Grecia depende de esta guerra. Pero pregunto, a mi vez, ¿por qué el Hado quiso que la guerra de Troya, y la cultura griega, dependan de la sangre de mi hija? ¿Es que surgirán de ella los sabios y los artistas? ¿No es, por el contrario, un capricho del Hado? Pues si es así, también, frente al Hado injusto, frente a la civilización cruel, levanto mi protesta.  
 
Hizo una pausa. 
  
—Me habéis hablado del Estado. Yo lo sirvo en cuanto rey y en cuanto hombre, pero hay una parte de mí a la que el Estado no me puede obligar. Los derechos del Estado se detienen a la puerta de mi casa y en los umbrales de mi corazón, y si quieren franquearla, yo levanto mi protesta contra el Estado. 
  
Ahora bien, yo amo a Ifigenia, y su solo recuerdo me enternece. ¡Ah, me diréis, es que también ellos tenían padre! Y ante esto, Agamenón, el poderoso, tiene que callar. Agamenón calla. Pero antes quiero mostrar mi menosprecio por los dioses crueles, por la cultura levantada sobre sangre, por el Estado absoluto. 
  
Este fue el momento en que Calcas dijo a Menelao:

—Tu hermano es un sentimental.   

Y Menelao le contestó:   

—Acaba de ofrecernos una idea fundada totalmente en sus sentimientos paternales. Si no se tratase de Ifigenia, le parecería de perlas la crueldad de los dioses, los cimientos sangrientos de la civilización y la tiranía del Estado, que viene ejerciendo, como todos nosotros, desde que es rey. 
  
Calcas se rascó la cabeza y aparte habló a Menelao.
   
—¿No te parece, Menelao, llegado el momento de revelarle la verdadera filiación de Ifigenia?  
 
—Provocaría un cambio demasiado brusco en sus ideas -respondió Menelao. Accedería al sacrificio con facilidad, pero con el quebranto de su fama. Cuando haya llegado al final y su memoria esté garantizada; cuando nadie en el campamento dude de que es un héroe estupendo, entonces, por si quiere un poco a la muchacha le diremos quién es, para que no sufra al verla morir.
   
8
   
Aquiles no había querido asistir, a la asamblea. Después del descubrimiento de los muertos sabía que Agamenón sería vencido. Llamó a los suyos y les dijo:

—Necesito saber de todo barco que se acerque a la isla. Distribuíos por su contorno y vigilad. Aquel que primero descubra un trirreme con la bandera de Agamenón, será favorecido por mi generosidad.
   
Y él mismo eligió un puesto, hacia occidente, por donde se esperaba que el barco arribase.

Allí le fue a encontrar Diana. En un paraje arbolado próximo a la playa, tomó la forma de Toante, hijo del rey de los etolios, el último llegado con sus naves a Áulide.

El falso Toante se llegó a donde estaba Aquiles, y entre los dos entablaron un diálogo:
   
—Soy Toante, hijo del rey de los etolios. Acabo de llegar a la isla. 
  
—Yo soy Aquiles.
   
—¡Oh, Aquiles, el más famoso de los griegos! -dijo Toante. Estoy orgulloso de haberte conocido.  
 
—Estoy preocupado, vigilando la mar. Deseo que no me estorben -respondió Aquiles. Espero con ansiedad a Ifigenia.

Puedo ayudarte. Los jefes están en el ágora, decidiendo la suerte de Ifigenia. Pero yo no creo que valga la pena disputar por esa muchacha. ¡Es tan poca cosa! 
  
—¿La conoces? 
  
—He tenido ocasión de verla, pero nada más que de verla, en el puerto de Mantinea. Me fue imposible hablarle. Un tal Toas, que es rey en el Ponto no la dejaba ni un momento.
       
La indiferencia de Aquiles desapareció de súbito. Se volvió, brusco, hacia Toante, y tomándole de un brazo, le increpó:
   
—Repite esas palabras. Repítelas, y te arrojaré al mar. 
  
Pero el falso Toante se encogió de hombros. 
  
—Has insultado a Ifigenia. -Respondió Aquiles. 
 
—¿Insultado? La verdad nunca es insulto. No hace más de tres días la he visto, cortejada por Toas, un vil escita, de ojos claros, vestido con las pieles de una fiera; pero tiene su atractivo y muchas riquezas. Lo tuvo, por lo menos, para Ifigenia. Esperaba un barco para venir a Áulide. Yo le ofrecí el mío, pero prefirió el de Toas. Debe estar al llegar de un momento a otro.
   
—¿Quieres decir que han hecho el viaje juntos?
   
—Sí. Por deseo expreso de Ifigenia. Salimos al mismo tiempo, pero el barco de ellos iba más lento, como si no tuvieran demasiada prisa. Parecía un barco de enamorados.
   
—¿Y cuándo dices que ha sido esto?
   
—No hace más de tres días.
   
Aquiles sintió que en el corazón le nacía una volcán.

A Diana le pareció discreto ponerse de parte de Ifigenia, por disimular. 
  
—Estás exagerando, Aquiles. Todas las mujeres son iguales. Claro está que, si te habías hecho ilusiones sobre su fidelidad, el momento del desengaño es duro. Pero acabarás perdonándola, porque cualquier otra que elijas será lo mismo que ella.

—¿Perdonarla? ¡Pondré todo el peso de mi reputación para que sea condenada!

Y echó a correr. Atravesó los bosques y el campamento, y llegó al ágora cuando se disolvía, pero a tiempo para saber que Ifigenia sería sacrificada en el altar de Diana la noche misma de su llegada.
   
Agamenón le llamó aparte.
   
—Sólo confío en ti —le dijo— para la salvación de Ifigenia.

 Lo que no sabía Agamenón era del falso encuentro de Aquiles con Diana transformada en Toante.
   
Y Aquiles le respondió:
   
—Pondré de mi parte todo lo posible para que sea inmolada.
   
Agamenón le miró sorprendido.
   
—¿También tú tienes miedo a las flechas de Diana? ¿También tú me abandonas?
   
—No temo a los dioses ni a los hombres, ni siquiera a ti. Pero… 
  
—Simplemente, he cambiado de opinión —respondió el Pélida- y le volvió las espaldas.

De esta respuesta nació la enemistad invencible de Aquiles y Agamenón, que tanto hizo cantar a los poetas.
                                                          


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