Mucho se está hablando del Efecto 2000. Y a decir verdad, nadie sabe de qué se trata. Dicen que la noche de las uvas, cuando todos estemos pletóricos, después de haber hecho las tonterías que ninguna otra noche del año solemos hacer, el follón que se va a organizar va a ser inmenso. Que si los ordenadores se volverán locos, que si la cuenta corriente va a variar, que si los relojes electrónicos dejarán de ir hacia la dirección que suelen e invertirán el sentido y darán la hora de otro año, que si los cajeros no van a responder.
Para mí, creo que todo eso son chorradas, con todos los respetos, pero tonterías al fin y al cabo. Excusas de márketing para vender más.
¡Qué sé yo la de cosas que dicen van a suceder!
Sin embargo, la cosa no deja de tener su miga. Cuando Indro
Montanelli escribió su Italia del año 1000, las cosas que pasaban en
Europa ni por asomo se parecían a las que ahora están pasando. Y, desde luego,
para nada se hablaba de ordenadores, de cambios raros en equipos sofisticados de
información, ni siquiera de la posibilidad de que el mundo se colapsase de
golpe: eso podría haber sido, si acaso, argumento para Assimov, Lovecraft,
Arthur Clarc u otros escribidores de ciencia ficción que por la época en que
Montanelli escribía su libro, realizaban sus mejores obras del género. Sin
embargo, el magnífico Montanelli supo expresar magistralmente, lo que para el
desgraciado siervo de la profunda Edad Media suponía la premonición del
derrumbe de todas las precarias estructuras que le servían de entorno. ¡El
mundo se acababa y el Apocalipsis del pseudo amado discípulo iba a tener
ocasión de plasmarse en una realidad palmaria que a todos traía de cabeza!
De resultas de esa visión estremecedora, como si de una gran
catarsis se tratase, la gente se vio arrastrada al consuetudinario ¡sálvese
quien pueda!
Hubo quién vendió lo que tenía para comprar una butaca de
patio, de gallinero o de platea en el cielo; quién compró aquello que el otro
vendía, para procurarse asientos terrenales sin importarle el cielo y por si
acaso, aquella panda de profetas y adivinadores zarrapastrosos se equivocaban;
quién sin tener nada que vender, porque nada había, o nada que comprar, porque
nada tenía a cambio, flagelaba su enjuto cuerpo con disciplinas propias de gobernanta
esquizofrénica; quién sin ánimo de mortificar el cuerpo, sino todo lo
contrario, se dedicó con fruición a practicar el universal arte del metisaca
orgiástico, es decir, el acoplamiento paradisíaco con una hembra de rotundos
pechos y nalgas sudorosas, importándole un comino lo que después tendría que
llegar. En fin, quién más quién menos, cada mochuelo procuró un remedio
apropiado para recibir el definitivo y universal cataclismo. En cuatro
palabras, el mundo se acababa.
Llegó el año 1000, que tampoco era ‘el siglo que viene’,
como ahora inefables periodistas pretenden colarnos, y nada pasó. Bueno, quiero
decir que nada de lo que se había estado profetizando sucedió. El día 1 de
enero de aquel esperado año, el mundo siguió dando vueltas; los gorrinos prosiguieron
estercolando mijo y cáscaras de fruta de todo género, hocicando trufas y
ventoseando mierda, como está mandado, para preparar, eso sí, el cuerpo, y
rebozar el espíritu diluido de los monjes enclaustrados en la abadía, ‘a maior
gloria Dei’, en la matanza del próximo octubre, según estipulaban los diversos
calendarios beatos de la época. Tampoco el cojo soltó muletas, ni el manco
recibió, en el otro mundo, el brazo que perdió bajo la rueda de una carreta,
por la sencilla razón de que el mundo seguía siendo el mismo. Y la parturienta
siguió pariendo, y el sol no dijo ni ¡pum!, y los pájaros continuaban metiendo
el pico en sembrados feudales cultivados por la pobre gente de la gleba. Y el
clérigo de sempiternas urgencias repitió el manido ego te absolvo,
entremetiendo, eso sí, a la vez que con la diestra impartía la bendición
sanadora, otra no menos aliviadora bendición entre la jugosa entrepierna
mujeril de turno o del mancebo amarilleado por las tormentas del hambre,
palpando sensible y jugoso infierno adunado, cual campo de níscalos
septembrino, o recio mandoble de acolchados cojones en su base, según fuese
pecadora o pecador el penitente.
Pero hete aquí que no vino el diluvio, ni el sol paró, ni el
mundo se terminó. Mejor hubiera sido, a fe mía, que el mundo estallase, para lo
que a cambio sí vino ¡Y vaya que dio quehacer!
El Vaticano, que por entonces no era como ahora, sino más bien
una infesta cueva de monosabios influyentes, debió variar el rumbo. El proyecto
de conjunción catastrófica se le vino abajo y la clientela comenzó a dudar del
poderío que se suponía tenían los curas. Ya hubo nobles que le hicieron cara,
ya comunidades enteras que lanzaban pedorretas teológicas, ya algún que otro
señor feudal que disputase hacienda y canonjía espiritual a los operarios de
Dios. En fin, hubo de todo, como en botica.
La reacción vino de manos de aquella pandilla de Papas gordos
y lascivos, rijosos y soberbios: Inocencios, Gregorios, Alejandros, que ante el
pitorreo general, urdieron una de las mayores genialidades de todos los
tiempos: La lucha contra el infiel sarraceno, blasfemo usurpador de los Santos
Lugares: inventaron las Cruzadas, como remedio urgente para deshacerse de toda
aquella caterva de pordioseros que clamaban, no como en el desierto el Justo, pero
sí como inmensa jauría de desarrapados que por entonces constituía lo que hoy
se denomina eufemísticamente ciudadanos de la U.E. En pocas palabras, sin
saberlo, los clérigos inventaron las revoluciones de masas, adelantándose en
muchos siglos a las inefables teorías marxianas y hegelianas, y a las hipótesis
de Malthus, a las cocinas económicas maoístas y a los fenómenos mas media.
La difusión de la proclama es todo un ejemplo de mercado,
digno de ser tenido en cuenta por más de una multinacional actual competente en
la venta de compresas, ordenadores, bebidas espirituosas, pipas de girasol,
lencería fina, burbujas de champán, drogas de diseño, alucinógenos del vending
a wai americano, retretes ergonómicos, navajas de Albacete, colas y
refrescos, arte por un tubo, sinfonías enlatadas, políticos a la violeta y
fútbol de las estrellas. Y monovolúmenes diseñados por el ingeniero jefe, y ‘te
imaginas poder juntar un quiero con un puedo’, y ‘en las distancias cortas…’, y
‘vuelve, vuelve por Navidad’, y España va bien’, y, y, y..., la sopa del Conde
Rumford, que ni era conde ni nada de nada, ni la sopa era sopa porque el ámbar
se quedó en el Báltico y lo sustituyó por grasa de borrego, mijo y esteba, y
aquello era un engrudo, pero quitaba el hambre. ¡Ay, Günter, cuán acertado
estás!
Pues no hubo fin del mundo tampoco. De vez en cuando una peste
bubónica que enriquecía la epidermis de los pobres con pústulas de color
morado, o un cólera miserere que dejaba a la gente exhausta de tanto cagar
mierda, hasta que se iban al otro mundo sin saberlo ni haberlo pedido,
reconfortados, eso sí, por el auxilio espiritual de aquellos próceres
eclesiásticos que organizaron aquel belén faraónico.
Al final, los Santos Lugares, donde hoy se siguen dando de
hostias a mansalva, quedaron por mucho tiempo en poder de los blasfemos e
infieles sarracenos, que pasado el tiempo, se preguntaban que a qué venía todo
ese follón. Ellos también llevaron lo suyo, pues cuando el enemigo se está
pudriendo, no cabe la menor duda que tú también acabas podrido. La diferencia
entre uno y otro bando era sustancial. Mientras que los cristianos iban
resueltos a ir al cielo, si la diñaban y sentarse todo el día mirando a Dios,
vestidos con una túnica transparente, los musulmanes se las prometían felices
en el paraíso, rodeados de huríes y jodiendo a diestro y siniestro, sin Ramadán
ni Cristo que lo fundó, y no llevarían la túnica amariconada de los cristianos,
sino un buen sari de seda natural o de trabajada lana extraída de los lanígeros
rebaños celestiales, buen calzado y cimitarra al cinto por si algún ángel se
emperraba en meterle mano por detrás y había necesidad de cortarle las alas,
pues ya se sabe que los ángeles no tienen atributos sexuales y algo habría que
cortar.
Ahora estamos viviendo una etapa parecida a aquella que
acabamos de describir. Ya no dicen que el mundo se va a acabar, aunque alguno
ha querido meternos el miedo en el cuerpo este verano, cuando el eclipse. Pero
lo que están vaticinando, yo creo que es peor. El Efecto 2000 de las narices. Cada
día me levanto y me convenzo más y más de que el ser humano es tonto de
capirote, y cada día lo es más. He llegado a oír que sería recomendable
avituallarse debidamente, por si las tiendas cierran, que la gasolina va a
bajar y que entonces, lo mejor es no repostar. Los aviones se caerán, los
trenes se pararán, los barcos perderán su rumbo, las burras parirán unicornios,
los negros se volverán blancos y el sida dejará de ser una plaga para
convertirse en delicada manifestación de los cuerpos danone. ¡Vaya toalla!
Pues a mí, que no soy muy creyente que digamos, por si las
moscas, hasta que llegue el día ese de marras, me lo pienso pasar pipa.
Sin ir más lejos, ayer, en Moradillo de Roa, junto a otros
amigos, hemos vivido lo que puede de verdad ser el dichoso Efecto 2000. Nos
hemos puesto de cordero hasta los ojos, hemos regado al animalito con buenos
caldos de la Ribera. Para refrescar, digerimos lechuga bien troceada y lavada,
café, copa y puro, velas y ‘polvo seguro’.
De comensales, Julio, con su reluciente calva a la moda de París; Luis, discreto y aristocrático; Domingo, que aprovechó para explicar lo que él llama proyecto de relajante comedor con fiesta final; Alberto, siempre Atlético de Gil; Beatriz, la espía que surgió del frío y musa desconfiada; José, que aunque no lo explicó, manifestó su creencia en dos formas de vivir mejor, o que hay otros mundos; Roberto, buena gente; Alfredo,
el hermano discreto; Patrocinio, el mejor amigo de Germán y nosotros, los de
Anfevi: Juan, cual comendador enfático y dicharachero, en su punto ayer,
ocurrente y con buen saque (de cordero); Constantino, prudente como siempre y
pidiendo a voces ¡que me jubilen ya, coño!; y yo mismo, modesta representación
de la gran pompa de jabón que es el mundo del envase reciclado.
Bueno, pues tengo para mí que, salvo el estallido de una
bombilla de la lámpara sobre las plateadas sienes de Constantino, la ausencia
de Ronaldo (el burro), y el apagón de luz que se produjo al final, el Efecto
2000 sólo se materializó, fulminante como un rayo, en los treinta y tantos
corderos que nos trajimos a Madrid, los cuales, debidamente cuarteados,
forrarán de proteínas, grasa y regusto a páramo castellano, nuestros enjutos
estómagos navideños, dispuestos a partir a las Cruzadas de la Liberación, si Dios
no manda otra cosa.
Amigo Paco Blas, de verdad, te echamos mucho de menos esta
vez.
Madrid,
diciembre de 1999
Esto es un recuerdo de una de nuestras visitas a Moradillo de Roa, donde comíamos cordero del bueno asado en el horno del panadero del pueblo.
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