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miércoles, 14 de marzo de 2012

Mi amigo Ignacio Zabala


Grande es su generosidad. Grande es su sonrisa, su clamorosa risa. Respira vida. Está entregado a sus hijos, a su esposa, a sus amigos. No traiciona nunca.

Grande. Cerca de dos metros y más de cien kilos de peso. Bigote también grande, como todo en él. La tez oscura, cetrina podría decirse. El pelo brillante y negro, fuerte, sin asomo de hebras blancas.

Su alegría contagia a quien la entienda. ¡Lástima que en la vida lo contagioso es malo! ¡La envidia es mala! La gente muere de infecciones que otros traspasan. La risa, quien la porta y transmite, nunca hace daño. Mas puede provocar envidia. Y eso es peor que enfermar de tisis.

Por eso, Ignacio, nada hético, pasa algún mal rato. Sin embargo, con su bondad y sencilla alma supera los contratiempos. ¡Derrocha vida! Regala vida, diría yo.  A su lado no cabe la tristeza.

Sus exageraciones son notorias y notables. Exagerado en la comida; exagerado en el beber; exagerado en el amor a los suyos.

Todo en él es grande, exagerado.

No se arredra ante nada, ante los reveses de la vida.

Habla y derrocha cultura. Surge en Ignacio el fundamento de un hombre que ha leído. No, no es ningún  lerdo mi amigo Ignacio.

Ignacio Zabala, un vasco grande, de Mundaca. Un vasco antiguo, en el valioso sentido del término. Un vasco hecho a sí mismo. Un vasco, de familia en la otra parte de España, en la otra orilla del Océano que separa tres continentes.

¡Un vasco bueno!

Ignacio, mi amigo, murió hace quince días. Se lo llevó la vida, de golpe, por sorpresa.

Se me fue un amigo, un gran amigo que yo, libremente, había elegido. De eso hace más de treinta años.

                                                 Manuel Bono, un mes de un año fatídico

SOÑÉ QUE SOÑANDO ESTABA



<<Yo callé males sufriendo
Y sufrí penas callando,
Padecí no mereciendo
Y merecí padeciendo
Los bienes que no demando:
Si el esfuerzo que he tenido
Para callar y sufrir,
Tuviera para decir,
No sintiera mi vivir
Los dolores que ha sentido.>>

En estas andaba la pasada noche que no sé si amanecer del día era o vísperas del siguiente. Era un sueño placentero que soñaba con los ojos abiertos, creo; o no. No sé, no me acuerdo de eso; sólo recuerdo el verso que de Garcilaso es. Pero era yo quien lo decía, acariciaba con ese verso la cara asustada de una amada que fijos en mí los ojos tenía. No estaba enojada; estaba perpleja, sorprendida y hubo un momento en que la vi desnudar su vista definitivamente: pasó del estupor al goce. Me miró, asomó su corazón a los labios y con un gesto inconfundible de mujer amada, besó mi boca sin vacilar. Estábamos ambos entrelazados en lo mismo.

De pronto respiré y noté que todo era un sueño. Desperté. Mas no vi nada a mi lado: el libro que me acompañó en el zaguán del duermevela no estaba; la mesilla de noche, tampoco; el cuarto no era cuarto. ¿Qué me estaba pasando? De pronto percibí un rumor. Me volví lento, cauteloso casi. Allí estaba, la volví a ver. Una cosa faltaba para que todo aquel sueño dejara de serlo. Me aproximé, alargué una mano que pareció extender el brazo hacia el infinito, más, cada vez más lejos. Ya casi la tocaba, percibía su respiración, me llegaba su aroma a mirto y el frescor de sus pechos se me antojaban fuentes fidelísimas de mi antojo, fuentes por donde debiera chorrear el amor que mi cuerpo anhelaba desmesuradamente. Era feliz.

No, aquello no podía ser un sueño. Aquello debería ser lo que llega tras la muerte, pues no sufría, no sentía, no gemía ni padecía dolor.

A las seis, como cada día, sonó el despertador. Por fin salió el día. Por fin el sol se asomaba al enrejado de mi balcón. Volvía a estar solo.

Pero mi sueño, como el de Segismundo que tanto agrada a una amiga, era solo eso: un sueño. Pero un sueño como de muñeca rusa.

Hoy es un día para cantar.


Un día en Chile

lunes, 12 de marzo de 2012

El Parque de María Luisa de Sevilla

Mí querido profesor: me pide Vd. le escriba algo sobre el Parque de María Luisa de Sevilla. Y yo me pregunto ¿qué sé yo de parques, ni de flores, ni siquiera de Sevilla? A mi juventud esplendorosa, cual rosa temprana de un jardín edénico, he de sumar mi sensibilidad por las cosas accesibles, aquéllas que al alma han de llegar pese a los avatares de esta vida, que en mi caso, aún corta, mas rica en sabores rumorosos de ensueños y devaneos, procuro hacer placentera y pródiga en saberes y experiencias.

El origen remoto del Parque, según he leído en algún libro, está en los jardines del Palacio de los Duques de Montpensier y es fruto de la sensibilidad de una persona romántica, amante de Sevilla y amada por Sevilla que lega su afición a la ciudad que supo acogerla.

También he sabido por la ‘tata’ de mis abuelos, que conocí, ya anciana, que el Parque experimentó una metamorfosis, pasando de jardín privado a parque público. Por todo lo cual sufrió una serie de reformas hasta llegar a su actual fisonomía.

Otro libro me descubrió, en enamoradas palabras de espíritu culto, que uno de los rasgos distintivos del Parque es el énfasis que se otorga a las glorietas como espacios de cultura, conteniendo anaqueles que invitan a la lectura. Para satisfacer mi curiosidad he podido comprobar esa manifestación y, aunque no vi libro alguno, sí pude comprobar la existencia de esos receptáculos destinados a acunar libros que después deberían ser acariciados por manos amorosas y protectoras, como el decir del poeta “se me torna celeste la mano, me contagio de otra poesía”.

De la mano de los creadores del Parque, Lecolant, Forestier e incluso los actuales, se lleva a cabo una recreación de todas las tendencias de la jardinería, desde el paisajismo romántico inglés, a la influencia francesa, con importantes y destacadas aportaciones de la tradición hispanomusulmana.

El Parque de María Luisa es una obra de arte, mi querido profesor. Al menos a mí eso me lo parece. Además, su situación a orillas del Guadalquivir, el Wad ‘l-Quevir musulmán (el ‘Gran Río’ yemení), contribuye en no poca medida a potenciar la imagen romántica que a la ciudad se le reconoce. Y esa imagen de romanticismo, a mí, que tengo sangre celta, me transporta a otras latitudes más dolientes y cálidas. Por más que mi espíritu sosegado pretenda domeñar el ensueño que embriaga cada momento de ese discurrir por las avenidas del alma. Y es como si el sol entrase en mi vida por la ventana abierta de mi corazón. De modo que el rosal que en mí hay, se ilumina de flores y rosas de oro. Y el poniente, también de oro y el río que me abraza desde el atardecer de la otra orilla se torna oro, oro de Astarté enamorada, plata de Hércules despechado. ¡Me desespero y mi llanto libera rosas!

Fue con la llegada a Sevilla de los Duques de Montpensier, Antonio de Orleans y Luisa Fernanda de Borbón, el día 7 de mayo de 1848, cuando el futuro de un cantar maravilloso comenzó. En ese acontecimiento hay que situar la simiente de la creación del futuro famoso Parque de María Luisa. Los Duques decidieron comprar el Palacio de San Telmo, propiedad del Estado, que antaño había sido residencia de los obispos de Marruecos, Universidad de Mareantes e Instituto de Segunda Enseñanza. Un edificio tan magnífico merecía un jardín. A tales efectos se compraron las fincas colindantes de ‘La Isabela’ y ‘San Diego’.

El responsable de construir los jardines fue el francés Lecolant, proyectándolos con un trazado de estilo inglés. El arbolado fue la nota predominante, con cuadros de naranjos y arbustos entre sotos y veredas. Profusión de tiestos de flores, invernaderos, terrazas, albercas, fuentes por doquier, cenadores, cabañas, pajareras, jaulas, columnas, vasos, jarras, ruinas, y bancos rústicos. Todo esto denota un fuerte predominio de lo romántico, propio de la época.

El 23 de mayo de 1893 la Infanta María Luisa donó los Jardines de San Telmo a la ciudad de Sevilla. Con esta donación nace el Parque de María Luisa para disfrute de los sevillanos.

El 25 de junio de 1909 se gestó la idea de celebrar una Exposición Iberoamericana en Sevilla. A partir de ahí surge la intención de designar el Parque como lugar central de la magna exposición. Se toma la decisión de reformar el recinto, sin dañarlo y embelleciéndolo.

Aníbal González sería el ejecutor de la parte arquitectónica y para el Parque se gestionó la venida a Sevilla de Jean Claude Nicolás Forestier, ingeniero francés de reconocido prestigio y admirador de España. Forestier acometió el anteproyecto presentándolo al Comité Ejecutivo de la Exposición, que lo aprobó el día 1 de abril de 1911, exigiéndosele cuatro resoluciones:

·      Crear un parque para embellecimiento de la ciudad y marco de la Exposición.
·      Respetar los árboles altos ya existentes.
·      Que el presupuesto aprobado no excediera en más del 5 %.
·      Posibilidad de que las dos partes de que constaba el proyecto, es decir, el propio parque y el Huerto de Mariana, pudieran ensamblarse tras la culminación de la efeméride.

Forestier acomete ilusionado el proyecto. Tiene en cuenta el alzado y las plantaciones, respetando la arboleda. Selecciona cuidadosamente las especies, para lo que estudia la flora de Cádiz, Madrid y Málaga. Gusta de agrupar las plantas de una misma especie, huyendo de la plantación a voleo. El agua, elemento esencial en todo jardín, es objeto de su atención, inspirándose en los jardines islámicos de juegos de surtidores para el riego; para las fuentes también sigue a los musulmanes.

La superficie inicial era de 135.829 metros cuadrados, disponiéndose en un perímetro hexagonal irregular, limitado por las avenidas que lo circunvalan. De éstas surgen otras que nos van a introducir al interior del Parque, cuyo corazón está constituido por dos ejes a los que el ‘Estanque de los Patos’ sirve de núcleo. En un mismo eje longitudinal que encierra dos avenidas que discurren por sus lados, se sitúan equidistantes dos composiciones acuáticas: el ‘Estanque de los Lotos’ y la ‘Fuente de los Leones’. La una remata en un banco y la otra en un conjunto constituido por el ‘Monte Gurugú’.

Partiendo desde el Norte hacia el Sur, nos encontramos con el ‘Estanque de los Lotos’, estructura rectangular de grandes dimensiones, en cuyo interior se aloja una isla también rectangular que contiene a su vez un pequeño estanque cuadrangular con una fuente de mármol, jalonado por dos setos rectangulares que enmarcan altos grupos de árboles. Una pérgola doble, de pilares blancos y sección cuadrada y asientos de ladrillo, ocupa los lados menores del estanque y parte de otro mayor situado al Norte. El conjunto deja espacio abierto en el centro para una soberbia explanada, con praderas enmarcadas por setos de pitósporos, evónimos y tuyas, hasta llegar al remate absidal de un banco semicircular de ladrillo, respaldado por un gran seto de tuya.

Siguiendo hacia el Sur, perpendicular al estanque, cruzamos la Avenida de Rodríguez Caso. Tras un parterre rectangular de setos de arabesco enmarcado en cerámica azul y blanca, encontramos una ‘Glorieta Elíptica’ centrada por una fuente-surtidor de forma estrellada. Las entradas al recinto están flanqueadas por unos vasos de piedra adecuados para el exorno floral.

Continuando llegaremos al ‘Estanque de los Patos’, dispuesto en torno a una isleta rodeada por un cauce irregular; la isleta queda unida a ‘tierra firme’ a través de un pequeño puente con barandal de rocalla. En un extremo de la isleta se halla el Pabellón de Alfonso XII, donde el Rey amaba apasionadamente a la infortunada María de las Mercedes, con cúpula enlucida al exterior y mocárabes en su interior, de planta hexagonal, con tejaroz y arcos de herradura labrados en ladrillo, sirviendo la sustentación columnas de mármol.

Prosiguiendo en la misma dirección nos tropezamos con un estanque limitado por bordillos de cerámica sobre los que se disponen tiestos de flores de vivos colores y setos de arrayanes. De los lados de la alberca surgen surtidores manando agua en sensitivos arcos.

Más hacia el Sur toparemos con la famosa ‘Fuente de las Ranas’, de forma circular y revestida de cerámica multicolor. En el centro de la fuente un pato y alrededor del perímetro ocho ranas lanzando agua hacia el pato.

Descenderemos por una escalinata de piedra para encontrar una composición pentagonal donde se disponen preciosos rosales; comprende un estanque alargado bordeado de motivos cerámicos dispuestos en damero blanco y verde, con surtidores. Este estanque da paso a la ‘Fuente de los Leones’, cuatro, esculpidos en piedra y que surten agua por sus fauces abiertas. Todo este conjunto queda enmarcado por un juego de pérgolas enlucidas en blanco, con decoración de cerámica de rombos azules en la parte alta. En los lados de esas pérgolas se disponen bancos de losas rosas ornamentados con cerámica azul y blanca.

Hasta aquí un resumen de algunos de los rincones más interesantes del Parque conforme al trazado de Forestier. Más adelante el Parque se verá ampliado con los proyectos de extensión al Prado de San Sebastián y Huerto de Mariana que verán nacer la Plaza de España y la Plaza de América respectivamente.

Por mis paseos a lo largo y ancho del Parque, he deambulado por un entramado de avenidas y sendas ordenadoras del elemento vegetal que integra el trazado. En cuanto a los árboles figuran los que corresponden a las especies propias del país, y entre los arbustos, he visto arrayanes, evónimos, aspiridas, tamarindos, adelfas, ceanothus, coryopteris, nerlum, ononis, etc. Hay profusión de plantas africanas y europeas; enredaderas: jazmines, campanillas azules y rosales de pitiminí; macizos de magnolias y otros muchos ejemplares exóticos provenientes de China y Japón.

Según he podido saber, en sus primeros años las avenidas del Parque estaban flanqueadas por acacias negras, moreras, plátanos, olmos, fresnos, palmeras y sicomoros. A estas, posteriormente, se añaden sóforas, tuliperos de Virginia, arces y otras muchas. En cuanto a los arbustos los he encontrado de todas las clases, pero sobre todo abundan los que producen flor, de entre los que destaco arbustos de Júpiter, adelfas, abutilones rojos, mirtos, arrayanes, bojes y laureles. Por supuesto la rosa es una repetida explosión por todo el Parque; también pensamientos, lirios, clavellinas y geranios; nenúfares en los estanques. A más abundancia, cientos de macetas de todos los tamaños y formas, alegrando bordillos de fuentes y estanques, gradas de escaleras y desniveles. Una delicia es pasear por entre tanta vida. Tanto es así que se me antoja, casi como Teresa de Alba, ‘la choza del alma se me recoge y reza’.

El empleo de la cerámica está presente en multitud de revestimientos y como elemento decorativo en fuentes como la de ‘las ranas’ (obra de García Montalbán - 1914), según tengo entendido.

No puedo olvidar hacer mención del  monumento dedicado a Bécquer, obra de Lorenzo Coullaut Valera, inaugurado en 1911, situado a la entrada del Parque entre la Avenida de Isabel I y la Avenida de María Luisa. Sobre un pedestal, el busto del eximio poeta; al pie sentadas están tres figuras de mujer, ‘el amor que llega’, ‘el amor que vive’ y ‘el amor que muere’. Tras ellas, en bronce, ‘el amor alado’ en dos figuras, la una lanzando una flecha y la otra agonizante. Todo el conjunto queda amparado bajo la sombra de un soberbio taxodio más que centenario.

Tampoco debo pasar por alto el monumento dedicado a Benito Mas y Prat (1924), obra de Castillo Lastrucci. Y como éste, otros dedicados a Pedro Rodríguez de la Borbolla (1923) en la Avenida de los Plátanos, a los hermanos Álvarez Quintero (1925), a Juan Talavera, a Muñoz y Pabón, a Isabel la Católica, a Fernán Caballero, a Gutiérrez de Cetina y a la Infanta María Luisa, obra esta de Enrique Pérez Comendador. Por último la portada principal del Parque, en la Glorieta de San Diego (del Cid), cuya arquitectura fue de Vicente Traver, corriendo las esculturas por cuenta de Manolo Delgado Brackembury (la figura de Hispania) y de Pérez Comendador las estatuas laterales.

Cuando en abril de 1914, el Parque reformado abre sus puertas al público, la superficie total era de 350.000 metros cuadrados.

Complemento del Parque es las plazas de España y la de América, ambas obras de Aníbal González.

La Plaza de América aloja tres edificios singulares: el llamado ‘Pabellón Mudéjar’, el ‘Pabellón Real’ de estilo gótico tardío en ladrillo y con crestería de cerámica y el ‘Pabellón de Bellas Artes’ (hoy Museo Arqueológico) de fábrica neo-renacentista, con arquerías de medio punto y alegorías estatuarias personificando las Artes, la Historia y la Arqueología.

La Plaza de España salva el espacio entre el Parque y el Prado de San Sebastián, con una semi-elipse de 14.668 metros cuadrados de superficie. Se trata de un conjunto monumental inspirado en el Renacimiento y en el Barroco españoles, con empleo del ladrillo casi fundamentalmente. Una ría de unos 15 metros de ancho separa el paseo interior del centro de la Plaza, conectándolo mediante cuatro puentes radiales abalaustrados, con dedicación a Castilla, León, Aragón y Navarra cada uno. Los materiales empleados, aparte el omnipresente ladrillo, hierro forjado y repujado, madera tallada y mármol.

¿Y qué más puedo contarle, profesor? Que el agua es elemento sabiamente administrado en el recinto, en Sevilla, ciudad que sufre sequías impenitentes. Que en Sevilla y por ende en su Parque pueden evocarse las flores, los árboles, los arbustos por doquier, con estanques regueras y fuentes, donde el ruido acariciador del agua refresca los sentidos, en una ciudad que sobrepasa con creces los 40 grados a la sombra en el estío. Son jardines que contienen los bienes del paraíso de l´Alá y en donde yo me sentí, por un momento hurí, apretando contra mi cuerpo el perfumado pecho de mi amado, como los aromas del Parque, a jazmín, retama y madreselva; como las rosas de Mañara, siempre vivas, y olorosas de recuerdos hacia el prójimo; como claveles plantados en mi balcón de la calle de San Diego, exultantes en verano y dormidos al anochecer, para dejar libertad a la dama de noche que embriaga mis sentidos cuando retrocedo en mi pensamiento a las tardes con la abuela, mi trineo infantil de Xanadú. ¡Qué deliciosos recuerdos aporta el Parque de María Luisa a quien sabe dejarse llevar por la brisa!

Como colofón a todo esto que le cuento, quisiera dejar las últimas palabras a quien, con mucha más sensibilidad que yo -¡pobre niña adolescente aún!-, supo penetrar de vida la oscuridad de su tránsito mundano:

              ...Mis ojos pierdo, soñando,
              en el vaho del sendero:
              una flor que se moría,
              ya se ha quedado sin pétalos;
              de una rama amarillenta,
              al aire trémulo y fresco,
              una pálida hoja mustia,
              dando vueltas, cae al suelo.
              ...Y del fondo de la sombra,
              llega, acompasado, el eco
              de alguna agua que suspira,
              al darle una gota un beso.

              (Juan Ramón Jiménez, de ‘Rimas de Sombra’ - Parque Viejo)

                                 


BIBLIOGRAFÍA

Þ   “La Corte Sevillana de los Duques de Montpensier” Vol.I - Banda y Vargas, Antonio (1979).
Þ   “Origen y primeros trabajos de la Exposición Iberoamericana”. Ciaurriz, Narciso (1929).
Þ   Documentación de la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929 (Hemeroteca Municipal de Sevilla).
Þ   “Plantas y Jardines de Sevilla” - Elías Bonells, José (Delegación de Parques y Jardines, 1983).
Þ   “Los jardines hispano-andaluces y andaluces” - Forestier, Jean Claude Nicolas en Betica Revista Ilustrada nº 43-44, Sevilla, 1915.
Þ   “La Hacienda del Municipio de Sevilla”, Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 1976 (Lebón Fernández, Camilo).
Þ   “Aníbal González arquitecto (1876-1929)” - Col. Arte Hispalense, Publicaciones de la Excma. Diputación de Sevilla, 1973.
Þ   “La Exposición Iberoamericana. Origen y gestación de la Magna Empresa”, en ABC, nº 18.105 y 18.108, de 9 y 13 de septiembre de 1961.
Þ   “La Exposición Iberoamericana. La transformación urbana de Sevilla” - Publicaciones del Excmo. Ayuntamiento, 1980.

En Sevilla, hace muchos años

Los Corrales de Vecinos en Sevilla

ACERCA DE LOS CORRALES DE VECINOS EN SEVILLA Y EN PARTICULAR DATOS SOBRE EL CORRAL DEL CONDE

Descripción y definición: Corral en Sevilla es sinónimo de patio. Un gran patio de traza rectangular o cuadrada que puede recordar a una calle si es muy estrecha su planta, rodeado de habitaciones situadas en una o varias plantas, para dar cobijo a familias de clase humilde, procedentes en su mayoría de la propia ciudad.

Características: Servicios sanitarios comunes y lavaderos compartidos. Un casero (a) encargado de cobrar, cuidar la limpieza y el orden, etc.

Profusión de macetas (tiestos) con flores, abundando las "gitanillas"; pájaros enjaulados (jilgueros, canarios, jamases, verrones, etc.); paredes muy encaladas y ropa tendida al sol por todas partes.

Generalmente una familia por habitación.

Posible origen: Tras la reconquista de la ciudad se produce un sensible crecimiento demográfico, por lo que se genera un déficit de viviendas. Posiblemente sucediera el uso del corral árabe, el adarve, callejón sin salida característico del urbanismo árabe que de noche se cerraba. También existe una similitud de los corrales con los existentes en las juderías y que los encontramos en los documentos mozárabes denominados qurràlàt, es decir, patios con entrada única y viviendas en torno, que sobrevivieron en las juderías para facilitar el aislamiento de sus específicos moradores, los judíos.

En el siglo XVI se produce un auge económico en la ciudad, tras  el descubrimiento de América. Ello provoca un incremento de la población flotante y una necesidad para dar cobijo a tanta gente. Se construyen expresamente "corrales de vecinos" para albergar a toda esta población; y se sigue para ello el modelo moruno o adarve ya descrito. Así el corral de la Porra (¿Parra?), en Triana; el de los Trompeteros, así llamado porque en él se fabricaban trompos y que junto con el corral del Conde, fue un inmenso inmueble de cuatro pisos.

La vida cotidiana en un corral de vecinos: Al alba todo el mundo se ponía en pie para ir a trabajar: albañiles, herreros, carpinteros, tejedores, zapateros, lavanderas, planchadoras, costureras, cigarreras, etc. El zapatero, normalmente, desarrollaba su actividad en el propio corral, en un rincón del patio común o en cuchitril adaptado a tal efecto; solía ser "lector y escribidor" que trasmitía requiebros del enamorado a la muchacha ilusionada y analfabeta. Algunas mujeres trabajaban fuera del corral, como sirvientas (cuerpo de casa, cocineras, niñeras, etc.). Los chiquillos jugaban a los toros u organizaban pedreas entre ellos.

Comida: Sopas, guisos de "papas" y garbanzos, alguno de legumbres, ensaladas y gazpacho en verano y fruta del tiempo, esto último si el jornal lo permitía. La carne era un acontecimiento reservado para días determinados, obviamente por el precio. Se almorzaba ya entrada la mañana y se comía en las primeras horas de la noche, siendo éstas las dos únicas colaciones existentes.

Fiestas y acontecimientos: Las populares y entrañables Cruces de mayo, los bautizos y casorios en los que todo el corral participaba y asistía; y un permanente ánimo festivo, pese a las estrecheces económicas que dieron como muestra las renombradas y espléndidamente cantadas por "El Pali" Sevillanas Corraleras.

Similitud del Corral sevillano con otras expresiones arquitectónicas:

          - El Keur senegalés
          - El Portón canario
          - La Vecindad mejicana
          - El Callejón limeño
          - El Conventillo argentino
          - El Patio chileno

El Corral del Conde: Situado en la calle Santiago, 27, parece ser fue del Conde Duque de Olivares, Don Gaspar de Guzmán (1587-1645), y ha llegado a ser el más bello que tuvo Sevilla. Hoy es una readaptación para un conjunto de funcionales apartamentos, conservando la fisonomía original del primitivo inmueble (más o menos). Visitar el recinto merece la pena.

Las principales características de este corral:

          - Número de habitaciones: 107
          - Plantas: 3
          - Familias que albergaba: 107
          - Precio alquiler: 12 pta/mes (antes de 1974)
          - Lavaderos: 4, en forma circular en el centro del patio
          - Retretes: 4
- Cocinas: Individuales, ubicadas en alacenas exteriores a la habitación.
          - Notas: Grandes dimensiones. Patio inmenso. Capilla.

Bibliografía utilizada

- F. Morales Padrón "Los corrales de vecinos de Sevilla" (1974)
- F. Morales Padrón "Sevilla insólita" (1987)
- Francisco Ariño "Sucesos de Sevilla desde 1592 a 1604" (1873)
- Leopoldo Torres Balbás "Ciudades hispano-musulmanas"

                                        Sevilla, 27 de noviembre  de 1994                

viernes, 9 de marzo de 2012

Mirar un cuadro


Mirar un cuadro es algo parecido a recordar los mejores momentos de la vida. El color, más que el dibujo, es la expresión que refleja nuestras inquietudes y anhelos. Un magnífico dibujo es una recreación de algo que existe por sí mismo. Sin embargo el color infunde sensaciones sin necesidad de que lo apreciado por el ojo sea real.

Observen por un instante un lienzo de Murillo de alguna de sus múltiples Inmaculadas; si nos quedamos en sólo el dibujo estaremos de acuerdo en la perfección del trazo que a fin de cuentas no es más que el resultado de la observación de un cuerpo femenino anónimo. No nos dice nada o sólo nos dice eso, algo que vemos a diario y a cada momento. Pero si nos fijamos con atención en los colores, ya es distinto. Se puede combinar el azul Prusia que está presente en todos los fondos con el azul cobalto que funde el manto y el reflejo azul que se transmite al volumen de la figura. Al final podemos comprobar que el cuadro entero es una gran masa de lienzo coloreado en el que el tono que predomina es ese, en muchas de las infinitas gamas de azul que son posibles en la naturaleza. ¿Y qué nos dice ese color? ¿Lejanía? ¿Tristeza? ¿Gozo? Todo a la vez; y particularmente sosiego, si estamos tranquilos; transparencia si nuestro ánimo es alegre; profundidad si acabamos de salir de un problema personal. Y un montón de sensaciones que trascienden el ánimo de cada uno y que aquí sería prolijo enumerar.

Dando un gran salto quiero recrearme en un campo de girasoles de Vincent van Goth. La explosión de color es inmensa y nos traslada a un estado de euforia extraordinario. Que lo pintó un loco es cierto. Mas ¿no dicen que los locos dicen la verdad? Vincent no mentía cuando pintaba los girasoles en un infinito entorno y todo arde, sí, arde como un fuego. Eso era lo que el pintor quiso expresar, el fuego, el suyo que llevaba dentro y que le atormentaba continuamente. Tuvo que pintar otras explosiones de color para desarrollar una teoría de la libertad que él, el pobre, jamás pudo disfrutar. Van Goth se encontraba preso en sus inquietudes personales y sólo sabía dar rienda suelta a esas inquietudes a través de su pintura colorista y delirante.

Los cubistas, como Picasso, quisieron enjaular las ideas en el esqueleto de la esencia de las cosas. Picasso, Gris, Braque, utilizaron las formas geométricas para plasmar la evidencia de las cosas. Cuando estamos ante las Señoritas de Avignon nuestra inteligencia capta la realidad como también lo hacemos ante las Meninas de Velázquez. Pero de una manera diferente. Mientras ante Las Meninas, lo que vemos es la Corte del Rey más poderoso del planeta y ningún esfuerzo se nos pide, ante el cuadro de Picasso estamos viendo el movimiento de las cosas en una expresión real que se forja en nuestro cerebro y que el pintor quiso que fuera así para hacernos partícipe de su genio. Algo así como si con Velázquez las cosas nos las dieran hechas y con Picasso debemos terminarlas nosotros mismos. Por eso la pintura cubista es mucho más difícil de entender que la otra o cualquier otra, aunque no todos los modos de presentar la realidad sean iguales ni siquiera semejantes. Eso pasa, por ejemplo, cuando tenemos ante nosotros una obra de los impresionistas o las maravillosas pinturas costumbristas de Gonzalo Bilbao o las naturalistas de Zuloaga. Hay que situarse en el entorno y con ese esfuerzo conseguimos entender.

De todas las maneras, las obras maestras y los grandes maestros –y los que aquí cito lo son todos- no precisan de un enorme esfuerzo por nuestra parte ya que ejecutaron una obra intemporal que se entenderá siempre. Como en Literatura Cervantes o Shakespeare que ya pueden pasar siglos y siempre estarán ahí.

Todos los cuadros con color ofrecen al espectador impulsos de sensaciones que facilitan a nuestra inteligencia la posibilidad de soñar. Ningún cuadro, siquiera los de los tenebristas venecianos, infunden pavor. Todos dicen algo que nos afectan en lo más profundo de nuestra alma.

Creo que merece la pena detenerse varias veces en la vida ante estas manifestaciones de la inteligencia.

Y eso sólo podemos conseguirlo en los museos. Merece la pena ir a París al Louvre aunque no veamos la Torre Eiffel ni los puentes del Sena ni crucemos a la Isla de la Ciudad para visitar la Catedral de Notre-Dame.

Y si no, nos quedamos el El Prado que queda más cerca.


Madrid, octubre de 1998

jueves, 8 de marzo de 2012

Leer o no leer

Leer o no leer es cuestión de esfuerzo, es decir, depende de la voluntad.

Cuando joven leía todo aquello que caía en mis manos. Conforme fui haciéndome maduro, la afición se trocó más selectiva.  Ahora que soy mayor y que por mis ojos pasaron millones de letras, sílabas, palabras, frases y exclamaciones, todas y cada una en forma de novela, poesía, comedia, tragedia o cuento, mis libros se vuelven una y otra vez contra mí, provocando en mi espíritu una inmensa ganancia, un anhelo por poseerlo todo, es decir, por leer y releer lo ya leído para que mi cerebro afiance las ideas de otros y los miedos se conturben, se enfrenten solos al Polifemo que cada uno lleva dentro.

Todos los días aprendo que la vida no se para por mucho que lo intentemos. Siempre habrá algo que hacer; y que leer.  Además, cuando el paso del tiempo se nota más, es cuando más rápido se nos antoja vivir, porque nos falta tiempo o porque vemos sin remisión que esa vida se nos acaba. Nadie es un gran hombre o una gran mujer por decidirlo. Los grandes personajes no nacen ni se hacen; a diferencia de la buena comida que tiene sus trucos y recomendaciones, tanto para elaborarla como para disfrutarla después, una vez hecha. Lo efímero de la vida hace que nuestros logros, si es que los tuvimos, jamás florezcan. Tiene que pasar el tiempo y ese tiempo convertir toda nuestra integridad en arena para que,  acaso,  alguien decida sembrar sobre el estiércol que somos. No somos ni lo que representamos y como escribió Fray Luis de Granada, puede que con el paso del tiempo nuestro cuerpo, ya tierra, se mezcle con el cemento que se utiliza para levantar una tapia par de nuestra sepultura.

Si leer es todo eso y más, qué no será más difícil escribir. Es más difícil, mucho más.

Decía un prohombre del Renacimiento que no habría que dejar pasar un solo día sin una línea nulle die sine línea y se estaba refiriendo más a la pintura que al oficio de escribir. Podría haberlo dicho Leonardo, Rafael o Buonarotti. Sólo lo dejó escrito Da Vinci, el gran Leonardo de la sonrisa perdida, una manera más de inmortalizar la vida que irremediablemente se nos tiene que ir.

¡Pues en esas estamos!

Pasando yo por la acera de una calle angosta, cubierta de tilos y algún almez, descubrí  tras los vidrios de una ventana la silueta sinuosa de una mujer. Me pareció bella.

Los sentidos me engañan a veces. La memoria también. Unos días suelo ver cosas que ya las había visto antes, cualquier día. Otro día no veo lo que por delante pasa. Los menos me encuentro en una especie de solecismo ingrato, no querido y ya no es que deje de ver, es que no puedo escribir. Tampoco me avergüenzo, no es para tanto. Tengo para mí que he leído y también emborroné algún papel. No importa.

Como pasé y lo dije, la apariencia de belleza carece de importancia. La belleza está, existe en la vida. No es necesario que la juzguemos. Tampoco que se nos ofrezca como algo extraordinario. La belleza, como la fealdad, forma parte de nosotros. Ni la una es tal ni la otra tampoco. Son nuestros sentidos ¡qué va!, ni siquiera eso: son nuestros recuerdos, nuestra educación, nuestras costumbres las que hacen que veamos lo bello de forma diferente a lo feo o lo no bello. ¿Son feos los temas tratados por Goya en sus disparates? Creo que no, son bellísimos. ¿Es bello un prado con ganado paciendo? Opino que tampoco. Es una configuración idílica preestablecida. Las vacas o las ovejas forman parte del prado, del paisaje. La belleza, como la fealdad, también. Pero no por eso ni las unas ni las otras son diferentes. Son idénticas, al menos en intensidad y fuerza expresiva; al menos en su realismo y dramática existencia. Nada de opuestos, nada de positivos y negativos, nada de bueno y malo, nada de bello y feo. Las cosas se sostienen por sí mismas y cuando el ser humano, circunstancialmente o a propósito interfiere en el devenir de esas cosas, entonces y no antes es cuando se produce una exaltación de la cosa, para bien o para mal; pero no por eso la sustancia, la naturaleza de esa cosa se modifica. Son nuestros sentidos los que acaban poniendo etiquetas sobre lo que carece de las mismas.

Por eso y no por otra cosa es por lo que los seres humanos somos lo peor para nosotros mismos: homo homini lupo. Porque todo lo manipulamos y la inteligencia ya no tiene sentido en este mundo de la globalización. La inteligencia, como el rabo, ya no nos sirve para nada. El mundo ha pasado a ser dominado por los estúpidos y la especie, a diferencia de otras, acabará sucumbiendo en su propio vertedero de imbecilidad.

Creo que al final, las moscas dominarán el mundo y su sociedad estará felizmente constituida sin ley alguna ni norma ni bando municipal ni gaita alguna.

Si queremos de verdad salvarnos, hagamos un batallón de protestones que no tire la inteligencia como un desperdicio más que se pueda reciclar. La inteligencia no se recicla, es irreversible en su constitución. O se tiene o no se tiene. Si hacemos dejación, como suele en estos últimos tiempos, las moscas tendrán más pronto el dominio del planeta.

Y yo, mientras tanto, me habré ido a la undécima luna de Saturno.


En París, un día neblinoso de febrero



viernes, 2 de marzo de 2012

Llueve en Sevilla


Llueve en Sevilla. Es mayo. Otra vez la sospecha sobre el cielo y detrás de mí, nada ni nadie. En Sevilla sobra la luz, mas no por ese derroche la gente es distinta.

Voy por el puente de San Telmo, hacia el Paseo de Cristina. A mi izquierda, sobre la baranda que me separa del salto al río, a lo lejos, otro puente, el más antiguo, el que fue sustituto del otro, el de barcas que unía el arrabal a la ciudad musulmana; el puente que el Almirante Bonifaz de Castilla rompió con galeras rechonchas, la única manera de rendir la ciudad al Rey cristiano. Es el puente de Triana o de Isabel II, según como queramos llamarlo.

Charcos y barro mojan y ensucian mis zapatos. No es raro. El camino es regularmente transitable y las bicicletas circulan con prisa. Los coches revientan los charcos y salpican sin misericordia a cuanto viandante va por su acera.

Cuando al final llegas al otro lado parece como si un descanso se apoderase de ti. Has conseguido llegar. Y cuando lo haces, la lluvia cesa. Ya no hay prisa. La calle vuelve a ser un pandemónium de vehículos, transeúntes, olores, ruidos, gente, semáforos y más bicicletas, una plaga de bicicletas que nos ha invadido por aquello del progreso y que circulan por todas partes, sin reglas, sin respeto, sin orden. Lo de siempre: derechos sí; obligaciones ninguna. El respeto a los demás, como la lluvia en Sevilla desmadejada y anárquica, es circunstancial y decadente.

Nadie mira a nadie. Si acaso una furtiva mirada que no dice nada ni pretende siquiera ofrecer un aliento de ánimo. ¿Para qué animar? No es necesario. La vida moderna rechaza el diálogo y preferimos el virtuosismo del cine, la inmediatez de la televisión o el machacante repiqueteo cada día en la prensa de lo que pasó unas horas antes, casi siempre con los mismos argumentos y acciones desproporcionadas de los unos y los otros. Se habla por compulsión de temas que nos suenan sin saber a ciencia cierta cuál es su verdadera sustancia. Ahora está en boga el problema de la crisis o la dulcificada desaceleración gubernamental, quién sabe, pues todo es discutible y ni quien aduce razones es capaz de centrar el asunto; no es verosímil la cuestión: unos dicen una cosa y otros lo contrario. Lo que al ciudadano llega no son más que ecos inconfundibles de una maraña de opiniones que por el hecho de partir de alguien han de ser escrupulosamente oídas. Mientras tanto, el pollo, el tomate, el pan, la leche y hasta los pañuelos de papel, hoy llamados vulgarmente kleenex, suben sus precios sin importarles la historia de la burbuja, las peripecias de la Bolsa o el superávit del Estado que en un par de años se lo habrán comido por culpa de unos cuantos mamacallos. Estos nuestros políticos se me antojan virtuosos del escapismo.

¡No estoy de acuerdo!

La sensatez y la cordura siempre han sido armas contundentes de la razón. Mal casan con las invectivas de nuevas progresiones, sobre todo de aquellas que surgen al son de etiquetas maquilladas para conseguir intereses concretos, mas nunca explicados. Nos quieren hacer distintos a fuerza de tildarnos de irrespetuosos con el sistema unas veces o cabestros adiestrados al son del cencerro para enchiquerar al zaíno que no gustó o que se hizo incómodo en la suerte de varas . No y no ¡no estoy de acuerdo!

La libertad no se moldea con barro ni se transforma con pinceles de artista. La libertad es un derecho inalienable que todos tenemos, salvo cuando alguien nos la quita u otros tratan de manipularla para presentárnosla como algo novedoso. Entonces se acabó la libertad y a todos nos sienta muy mal. Pero tanto en uno como en otro caso, nosotros fuimos los consentidores del atraco.

La gente en Sevilla no es distinta; es como en todas partes.

Alguna  gente en Sevilla, como en cualquier otro sitio, mantiene sus ilusiones, guarda sus recuerdos y se divierte cuando llega el momento. Pero no es distinta.

Por eso en Sevilla también llueve. Por eso en Sevilla que es ciudad abrazada por el Gran Río, la gente puede atravesar su cauce y mirar. Por eso, en Sevilla, la gente, cuando atraviesa el Guadalquivir, si mira a un lado hallará el puente de Triana, si al otro, el del Generalísimo (hoy de Los Remedios.) Y si está en este último, verá el de las Delicias y entre ambos, en neblina y como un fantasma, sobrepuesto al nuevo, como un fantasma digo,  el desmontado de Alfonso XIII, precioso mecano de hierro que, tras sus 78 años de vida, ha sido arrumbado a la sombra de otro construido para la Expo del 92 que se quedó chico antes de inaugurarse.

¡Carajo con el progreso! Ni acertaron.

Y en Sevilla sobra la luz aunque también ésta se conjuga con las sombras. Sevilla es ciudad de luces y sombras, no cabe duda.

Pero la gente de Sevilla no es distinta.

La gente de Sevilla no quiere saber de puentes, como la gente de Madrid de Manzanares; la gente de Sevilla no quiere saber de cosas de antes, sobre todo si fueron fruto del afán de unos pocos, muy pocos que se entusiasmaron con su ciudad. La gente de Sevilla no es distinta. La gente de Sevilla es como toda la gente de hoy: ocio, un poco de ocio y más ocio. Fútbol, consumo y muchos puentes vacacionales.

Derechos, todos. Obligaciones, ninguna. No hay que ver más. En la carretera parece como si todos tuviéramos prisa, mucha prisa por llegar no se sabe dónde.  En la noche no hay lugar para la vida: todo son disturbios. Quien alborota, embrutecido por el alcohol o por la droga, se jacta de ello; quien se queda en casa se atiborra de fármacos para poder dormir. Nadie vigila, nadie impone el orden, nadie cumple lo prometido en la campaña electoral, nadie aplica lo ordenado. Todos se llaman andana.
Yo me voy a la lejanía del campo o a la orilla del mar. En el campo me quedo sordo; en la orilla del mar me enredo en ensueños de juventud y de niñez. En ambos lugares soy feliz. En ninguno de esos dos sitios padezco las molestias del progreso y de la libertad enlatada que huele a suela de zapato sudado de falso cuero. Me libero de la modernidad sin tener que acudir al Ángel de la Guarda.

Dicen que esto es el progreso.

Decididamente en Sevilla llueve como en toda España y a veces, esa lluvia que debiera ser dulce, placentera, romántica y benefactora, se nos hace insoportable por su inoportunidad o por su contundencia que no sirve para nada.

¡Qué lástima de lluvia!

Sevilla, 12 de mayo de 2008