Una pareja de enamorados. Entrelazadas las manos, pasan manifestando deliquios amorosos. Bancos de madera, bancos de jardín de recia madera en las lindes del camino boscoso. Tilos, moreras, pinos y cimbreantes álamos; algún almez.
En los
bordes del amplio paseo, restos de hojas recogidas, quizás esta misma mañana,
por los jardineros del parque.
Gorriones
grises, saltarines, incansables en su continuo picoteo; palomas que arrullan,
voraces palomas pendientes de cualquier resto que les pueda llamar la atención;
mirlos negros, negros mirlos tímidos.
Al fondo,
hasta la verja que separa el parque de la vía Menéndez y Pelayo –vía transitada
por coches constantemente- la vista contempla un verde intenso bajo la sombra
de esbeltos pinos; más adelante, el mismo verde soleado, más intenso, más vivo:
hasta allí no abarca la sombra.
Quietud y
sosiego. La gente pasa. Uno viene y pide cinco duros, con educación. ¡Hay tanta
gente desarraigada!
Las
madres, con sus niños pequeños, empujando capachos.
Algunas
abuelas traen al parque a los nietos. Muestran dulzura; toda la dulzura que
sólo las abuelas describen.
Dorado
verde de las encinas anchurosas, verde que refleja los vesperales rayos del
sol. Verde oscuro en la fosca hondura verde. Azulado verde de las elegantes
sóforas, de los centenarios robles. Verde pálido, matizado, casi ocre de los
copudos plátanos. Brillante verde de los tilos y de los anchos almeces. Verde
perpetuo de los sombrajosos cipreses calvos; limpio verde de los altísimos
álamos.
Un perro
pequeño, de esos que llaman caniche, blanco, salta nervioso junto a sus amos,
sobre el verde y cuidado césped de la explanada ajardinada.
La gente
se sienta en los cómodos bancos. Es agradable.
Ya son las
siete. A esta hora el Retiro es un lugar placentero que brinda frescor y
sombra. Aún no ha llegado el estío. La primavera está acabando.
Madrid,
año 2000
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