Grande es su generosidad. Grande es su sonrisa, su clamorosa
risa. Respira vida. Está entregado a sus hijos, a su esposa, a sus amigos. No
traiciona nunca.
Grande. Cerca de dos metros y más de cien kilos de peso. Bigote también grande, como todo en él. La tez oscura, cetrina podría decirse. El pelo brillante y negro, fuerte, sin asomo de hebras blancas.
Su alegría contagia a quien la entienda. ¡Lástima que en la
vida lo contagioso es malo! ¡La envidia es mala! La gente muere de infecciones que
otros traspasan. La risa, quien la porta y transmite, nunca hace daño. Mas
puede provocar envidia. Y eso es peor que enfermar de tisis.
Por eso, Ignacio, nada hético, pasa algún mal rato. Sin
embargo, con su bondad y sencilla alma supera los contratiempos. ¡Derrocha
vida! Regala vida, diría yo. A su lado
no cabe la tristeza.
Sus exageraciones son notorias y notables. Exagerado en la
comida; exagerado en el beber; exagerado en el amor a los suyos.
Todo en él es grande, exagerado.
No se arredra ante nada, ante los reveses de la vida.
Habla y derrocha cultura. Surge en Ignacio el fundamento de un
hombre que ha leído. No, no es ningún
lerdo mi amigo Ignacio.
Ignacio Zabala, un vasco grande, de Mundaca. Un vasco antiguo,
en el valioso sentido del término. Un vasco hecho a sí mismo. Un vasco, de
familia en la otra parte de España, en la otra orilla del Océano que separa
tres continentes.
¡Un vasco bueno!
Ignacio, mi amigo, murió hace quince días. Se lo llevó la
vida, de golpe, por sorpresa.
Se me fue un amigo, un gran amigo que yo, libremente, había
elegido. De eso hace más de treinta años.
Manuel
Bono, un mes de un año fatídico
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